La decadencia del espíritu: Thomas Mann y la enfermedad de Europa 

Thomas Mann (Lübeck, 6 de junio de 1875-Zúrich, 12 de agosto de 1955) es uno de los pilares de la más alta cultura europea del siglo XX, y en su obra confluyen el arte, la belleza, la enfermedad, la decadencia, el tiempo y la muerte como temas recurrentes, no sólo por su carga simbólica, sino porque todos ellos revelan la fragilidad del individuo y provocan una profunda crisis del sentido en el alma enfrentada a la historia. Vamos a rastrear estas, sus obsesiones, en cuatro de sus grandes novelas, cada una de ellas escrita desde un tiempo distinto de su alma. El estilo de Mann se transforma con la edad a través de la Alemania y la Europa convulsa que le tocó vivir.  

De la elegancia narrativa de Los Buddenbrook pasaremos al lirismo de La muerte en Venecia, de allí al estilo digresivo y especulativo de La montaña mágica, para terminar en la densidad apocalíptica de Doktor Faustus. Cuanto más madura su visión del mundo, más exige su lenguaje: se vuelve más irónico, más conceptual, menos narrativo en el sentido clásico. Y, sin embargo, nunca deja de ser música: una música a veces clara, a veces disonante, pero siempre consciente de que narrar es una forma de enfermedad y de belleza.  

Los Buddenbrook, siendo la primera, fluye con el ritmo amplio de la novela del siglo XIX, en donde la narración se despliega con una cadencia cronológica y una voz omnisciente que lo observa todo para narrar el declive de una familia. La prosa de esta obra es sobria, elegante, y su considerable extensión se justifica por su ambición de totalidad: Mann quería escribir no sólo sobre una familia, sino sobre el principio y el fin de una forma de vida. Por eso el estilo aquí aún no se emancipa del molde realista: es la mirada de un Mann joven, que todavía cree que el mundo puede narrarse con una cierta claridad de formas. 

En Los Buddenbrook, la decadencia había comenzado con las primeras grietas en la casa familiar: las cuentas que no cierran, los matrimonios infelices, el hijo que cambia el comercio por la música. El mundo sólido de la burguesía se resquebraja no por la pobreza, sino por un exceso de sensibilidad, por una melancolía que socava las paredes de la tradición. Además, el declive físico y anímico de Thomas Buddenbrook prefigura ya una constante de la obra de Mann: el cuerpo del individuo refleja el agotamiento de la alta burguesía, incapaz de sostener su hegemonía espiritual. Si pasamos a La muerte en Venecia, parece que ambas obras se sitúan en dos extremos ya que aquí encontramos una economía del texto opuesta: breve, contenida, donde la escritura casi se repliega sobre sí misma. Mann cambia de registro: abandona la gran estructura novelística característica del XIX, para sumergirse en una prosa que es casi una cámara de ecos. El lenguaje aquí ya no quiere narrar, quiere sugerir.  

Y aunque se quiera encadenar los perros en el sótano (Nietzsche) lo cierto es que al final ladran ya sea en estado de inconsciencia en los sueños, como con manifestaciones  

La muerte en Venecia representa una impresionante reflexión en torno al arte y la búsqueda absoluta de la belleza. El protagonista Gustav von Aschenbach es posiblemente uno de los personajes más complejos y perturbadores de la literatura de Thomas Mann. Su homosexualidad, nunca nombrada abiertamente, se convierte en el eje invisible que estructura su caída, el síntoma de una tensión profunda entre el orden y el deseo. Aschenbach es un escritor consagrado que ha construido su vida —y su obra— sobre la base del esfuerzo y la renuncia. El orden empieza a resquebrajarse cuando un impulso le lleva a abandonar Múnich y emprender un viaje hacia la belleza de Venecia, la ciudad del deseo y de la descomposición en la que Aschenbach se transforma.  

El encuentro con el adolescente Tadzio, que encarna la belleza clásica en su forma más pura, conllevará su derrumbe, su decadencia. Su cuerpo envejece, su lógica se debilita, su conciencia se diluye en un delirio estético. Se tiñe el pelo, se maquilla, adopta un aire grotesco en su intento de rejuvenecer ante el joven. Su sublimación enamorada se convierte en espejo de su crisis ontológica: ya no es el escritor respetado, sino un cuerpo ridículo y vencido por un deseo. Lo convierte en estética y luego en delirio. Su atracción es tanto sexual como metafísica: desea la perfección que no puede tocar, y ese deseo imposible lo consume produciéndose su degradación física. A su vez, este deseo homoerótico corre en paralelo al cólera invisible que se extiende por la ciudad: ambos habitan el cuerpo sin anunciarse, ambos lo consumen desde dentro. En Aschenbach, Thomas Mann inscribe su propia tensión biográfica: entre su vida familiar burguesa y sus pulsiones homoeróticas, entre el escritor ejemplar y el hombre dividido. Su homosexualidad representa su perdición por haber sido reprimida, deformada, desfigurada por una vida entregada al control. 

Cuerpo enfermo, alma enferma 

El mismo año en que dio a conocer La muerte en Venecia, la esposa de Mann, Katia, contrajo una afección pulmonar y pasó varios meses en el Sanatorio Wald de Davos en los Alpes suizos. El escritor la visitó y recogió sus impresiones que, junto con la I Guerra Mundial marcarían su siguiente novela: La montaña mágica, su forma más barroca, expansiva y digresiva.  

La novela se alarga, la prosa de Mann se demora, se repliega, se permite extensas disquisiciones filosóficas o científicas, densas disertaciones, y diálogos que no interrumpen la trama, sino que la conforman. Por ello, la novela necesita espacio: el pensamiento se despliega como una niebla sobre la montaña, y sólo en el exceso puede reflejar la experiencia del tiempo detenido

La enfermedad está omnipresente en La montaña mágica representando una metáfora moral y existencial. Thomas Mann no escribe una novela, sino un diagnóstico. Hans Castorp, un joven burgués sin grandes ambiciones, llega al sanatorio Berghof por tres semanas y permanece allí siete años, en una atmósfera de espera, silencio y muerte. Este encierro prolongado suspende el tiempo real y refleja el letargo espiritual de una Europa fatigada. No se trata sólo del cuerpo enfermo, de los pulmones minados por la tuberculosis en los Alpes suizos, sino del alma europea que, en pleno retiro, se descompone con dignidad, lucidez y fiebre. El sanatorio Berghof es más que un balneario para convalecientes: es una cámara de eco donde resuena el estertor de una cultura que se ahoga en su propia sofisticación. Allí la vida del enfermo consiste en una forma elevada y ralentizada, contemplativa, casi mística. Así también está Europa: una civilización agotada por siglos de razón, de arte, de belleza, que se retira a reposar en sus logros como un anciano satisfecho que ya no desea el porvenir. La decadencia física de los cuerpos —tísicos, pálidos, refinados hasta la transparencia— es reflejo de una espiritualidad hipertrofiada, saturada de ideas y de símbolos.

A destacar los debates entre Settembrini y Naphta en los que arde no sólo la retórica sino el destino de Europa: humanismo o fanatismo. Progreso o fe ciega. La razón ilustrada frente al deseo de sumisión y violencia. En ese duelo ideológico, tan teatral como profético, Mann vislumbra lo que vendrá: una Europa que bajará de la montaña no curada, sino alistada para la guerra. 

La pasión que no se puede satisfacer se convierte en el fundamento del ejercicio artístico  

Así, La montaña mágica no es sólo una novela sobre la enfermedad, sino una sinfonía de la decadencia.  En diálogo con Los Buddenbrook y Doktor Faustus, Mann compone una trilogía del crepúsculo: tres estaciones de una agonía, tres rostros de un mal que no es ni físico ni histórico, sino metafísico. Europa no muere de cólera, tuberculosis, ni de sífilis, ni de bancarrota: muere de exceso de alma. 

Finalmente, Doktor Faustus que condensa y oscurece todo lo anterior. Esta también es una novela larga, pero no porque el tiempo se detenga, sino porque la narración es una lucha entre dos fuerzas: el relato biográfico del narrador, y la presencia ausente de Leverkühn, que va fagocitando el texto. Aquí el estilo se hace más áspero, más denso intelectualmente: la prosa es culta, técnica, y en muchos momentos se vuelve casi inhospitalaria. Las frases pierden musicalidad para ganar carga conceptual. El narrador escribe como quien quiere preservar algo sagrado —la dignidad, la razón, el arte— mientras a su alrededor todo arde. Y esa tensión estilística entre la lucidez y el espanto es la marca profunda de la novela. 

En Doktor Faustus, quizá la obra más oscura y ambiciosa de Thomas Mann, la enfermedad ya no es la tuberculosis sino la sífilis. Thomas Mann proyecta su visión trágica de la cultura alemana en el siglo XX a través de una poderosa alegoría: el pacto fáustico del artista con las fuerzas de la destrucción. Esta novela no es simplemente la historia de un músico genial; es una meditación sombría sobre el alma de Europa, sobre el vínculo entre genio y locura, y sobre la posibilidad —o imposibilidad— de redención en un mundo donde la razón ha sido derrotada. 

Adrian Leverkühn, protagonista de la obra, es una transposición del mito de Fausto que, en lugar de vender su alma por sabiduría, la vende por arte. A cambio de renunciar al amor humano y aceptar la sífilis, como símbolo de corrupción interna, obtiene la inspiración para componer una música radical, de un orden nuevo y deshumanizado. Esta música —atonal, matemática, abstracta— refleja el estado del alma europea en ruinas, incapaz de sostener la armonía clásica. Leverkühn no puede crear mientras vive dentro de los límites éticos, emocionales o sensuales. Para alcanzar la “grandeza”, debe amputarse de lo humano

Mann traza una analogía directa entre la biografía del músico y la historia de Alemania. Así como Leverkühn renuncia a la compasión para entregarse a un arte puro, así también —sugiere el narrador— Alemania traicionó sus ideales humanistas y se entregó a una ideología destructiva, nacida de su propio resentimiento cultural. El ascenso del nazismo es interpretado como un acto de hybris colectiva: un sacrificio de la conciencia por una ilusoria grandeza. La enfermedad de Leverkühn es la enfermedad de Alemania. En Doktor Faustus la cultura no sólo está enferma, es un delirio visionario: ha sido consumida desde dentro por su propio orgullo, por su obsesión con el absoluto.  

Finalizamos este repaso rápido a estas 4 obras monumentales que nos ha permitido detectar puntos comunes y obsesiones continuas de Thomas Mann, afirmando que el autor ha hecho de su narrativa un instrumento de diagnóstico espiritual y político. A través de Los Buddenbrook, La muerte en Venecia, La montaña mágica y Doktor Faustus, Thomas Mann articula una visión trágica y lúcida de Europa, donde la decadencia del cuerpo es inseparable de la del espíritu. Su narrativa evoluciona desde el realismo sobrio hacia una prosa cada vez más densa, especulativa y simbólica, reflejo de una sensibilidad que presiente el colapso de una civilización. En Mann, la enfermedad no es sólo una dolencia física, sino una metáfora de la crisis de sentido, del desgaste moral e ideológico de una Europa que, tras siglos de cultura, arte y razón, parece haber llegado a un umbral terminal. En última instancia, Thomas Mann no fue sólo un narrador de su tiempo, sino un intérprete profundo del malestar de una época, y su obra permanece como un testimonio ineludible del ocaso espiritual de Occidente. 

Enlaces interesantes:

Thomas Mann, la vida desde la barrera

El espíritu de Alemania en la obra de Thomas Mann 

La montaña mágica: iniciación y enfermedad

Foto de Jina Awkar en Unsplash

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