«No me esperaba esto de ti» o el arte de prejuzgar

Ana Parra

Si usted es de los que piensan que su vida es totalmente satisfactoria, que su comportamiento se rige por sus propias normas, que asume sus actos y le da igual la opinión del resto, entonces, no creo que esta entrada le interese… O sí. Nunca se sabe.

En estos tiempos de pandemia y confinamiento que han sacado a la luz lo peor y lo mejor de nosotros mismos, he recordado una frase que siempre me ha fascinado, por lo osado de la misma: «No me esperaba esto de ti».
Cuando esa frase lapidaria se utiliza para mostrar la decepción que se siente hacia el otro, intento imaginar cómo se sintió Jim, el protagonista de la obra de Joseph Conrad Lord Jim, cuando no se comporta como se espera de él y esa culpa le persigue durante toda su vida. Nunca llega a encontrar su lugar en el mundo y únicamente consigue redimirse con su propio sacrificio.

Como si la idea que tienen los otros de nosotros mismos fuese la válida y, claro, hay tantas visiones como personas nos rodean y siempre desilusionamos o sorprendemos a alguien. Muchas veces, estamos tan centrados en nosotros mismos que no nos molestamos en ver realmente cómo es el otro. En cierto sentido, lo objetivamos con etiquetas ad hoc y ahí es cuando empieza el drama. La escena final de la película Dublineses, basado en el relato de James Joyce Los muertos, nos lo muestra: un hombre seguro de sí mismo y del amor que su mujer le profesa, de pronto, descubre que ella siempre ha tenido en la mente a aquel muchacho del que se enamoró siendo adolescente y que murió. Como escribió Manuel Alejandro y canta Raphael, «Qué sabe nadie».

Al leer la correspondencia entre Descartes e Isabel de Bohemia, el «no me esperaba esto de ti» se convierte en una frase que adquiere un matiz positivo según avanza el intercambio epistolar filosófico. Es ella la que se atreve a señalar algunas fallas de su sistema filosófico, y él acabará escribiendo Las pasiones del alma para tratar de resolverlas.

El cambio de tono de Flaubert para contar el mismo suceso a su madre y a su amigo en sus entretenidas El Nilo: cartas de Egipto es la muestra más palmaria del modo en que nos dirigimos a unos y a otros. A la madre, de forma más descriptiva sin preocupar más de lo necesario y, con el amigo, explayándose en sus reflexiones y contando sin tapujos sus enfermedades, sus encuentros amorosos… La maravilla de la amistad que no juzga y acepta al otro tal cual es, con sus miserias y grandezas.

También, consciente o inconscientemente, nos plegamos a las exigencias externas, pero siempre con un fin. A veces, se reduce a procurar una convivencia agradable, aunque suele haber muchos motivos. Por eso, los personajes malvados en Wilkie Collins son, junto con los secundarios, los más interesantes. No son personajes planos, blanco o negro, sino que son totalmente grises, se comportan como todo el mundo espera para conseguir lo que quieren y su victoria sería total, si no hubiese alguien capaz de ver más allá de las etiquetas en las que encasillamos y nos encasillan. Sobra decir que en este autor la denuncia social está asegurada.

En cambio, el hecho de comportarse como esperan de uno para no defraudar es demasiado agotador a no ser que se quiera conseguir un fin determinado: ya sea una conquista amorosa, un reconocimiento público o una subida de salario. Sin embargo, como en la fábula del escorpión y la rana, en algún momento asomará la naturaleza del animal y la ya conocida «no me esperaba esto de ti». En la novela La impaciencia del corazón de Stefan Zweig se muestra cómo la lástima, unida a la cobardía, en cuestiones amorosas, es una mezcla muy peligrosa con consecuencias nada halagüeñas. Supongo que por eso me gusta tanto el otro título con el que también se tradujo esta obra en España, La piedad peligrosa.

Al final, si hacemos caso a lo que escribió Joseph Conrad en su novela El corazón de las tinieblas, en la que el protagonista es testigo de la brutalidad del hombre civilizado durante la colonización en el siglo XIX; si hacemos caso a su «vivimos como soñamos: solos», la única opinión que nos tiene que importar y con la persona que, mal que nos pese, vamos a tener que convivir toda la vida somos nosotros mismos. Entonces, quizá, solo nos queda la opción del protagonista de Brigitta: pedir perdón y esperar que, como a él, nos perdonen (en este caso uno mismo, que de sobra es sabido que somos el peor juez) o asumir las consecuencias de nuestros actos.

Y tal vez, quizá, nos pase como al poema de Yeats y podamos no preguntarnos, sino afirmar que alguien sí se molestó en conocernos y no en prejuzgarnos ni en proyectar y

«amó en ti tu alma peregrina y amó los sufrimientos de tu rostro cambiante».

Yeats, W.B. Antología Bilingüe. Traductor Enrique Caracciolo Trejo.

Elijan lo que elijan, ya sea en la vida como en las lecturas, por favor, «tengan cuidado ahí fuera».

Imagen de cabecera: Summer evening on Skagen’s Southern Beach, de P.S. Krøyer.

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