La novela de amor o romántica

Ana Parra

En el Día de las Escritoras en el que se conmemora el legado de las mismas y se intenta hacer visible su obra, me gustaría hacer una pequeño apunte sobre obras escritas en su mayoría por mujeres y que van dirigidas, principalmente, a mujeres: las novelas de amor. Es un género de literatura que en la actualidad mueve millones. No hay nada más que ir a la playa, montar en transporte público o fisgar dentro del índice de un libro electrónico para confirmar aquello que, mal que pese a los críticos literarios, se ve en las listas de los libros más vendidos. No voy a cuestionar la calidad de este género, pues para detractores ya dio buena cuenta de ello George Eliot (1819-1880) en su pequeño ensayo «Las novelas tontas de ciertas damas novelistas». Para fervientes defensores de estas lecturas me remito a las listas de ventas y firmas de libros. Pero sí me gustaría resaltar algo que tanto Eliot, como anteriormente Jane Austen (1775-1817), en cierto sentido Charlotte Brönte (1816-1855) en Jane Eyre y, más adelante, Virginia Woolf (1882-1941) en Una habitación propia ponen de manifiesto: la vulnerabilidad de la mujer en la sociedad cuando no tiene recursos, pues está sometida aún más a la hipocresía de las convenciones sociales. Es verdad que las novelas de Jane Austen nos muestran uno de los mayores problemas de la humanidad, la falta de comunicación. Sin embargo, al terminar la lectura, solo nos quedamos con la idea del final feliz donde la chica pobre (o no) se casa con un hombre maravilloso (o no) con el que será feliz hasta el final de sus días. Los problemas de incomunicación y crítica social se borran de nuestra mente ante tanto triunfo del amor. Las protagonistas femeninas de Jane Austen no trabajan, están relegadas a las labores del hogar y su independencia económica depende de la riqueza de sus padres o de conseguir un buen marido. Jane Eyre, por el contrario, sí tiene trabajo. Un trabajo de chica pobre, pero con estudios; Jane Eyre es institutriz y se enamorará de un hombre rico y atormentado, y, después de sufrir varias penalidades, se volverán a unir para siempre.

Es cierto que el papel de la mujer estaba demasiado acotado, pero resulta cuando menos curioso que sea un hombre, Adalbert Stifter (1805-1868), nada menos, el que nos presente una novela corta, Brigitta, con más sustancia de lo que pudiera parecer. En esta novela hay un intercambio de papeles: el personaje fuerte e inteligente, capataz de su propia granja, es ella; el personaje guapo y más vulnerable, es él. ¿El desenlace? Merece la pena leerlo para averiguarlo. Hay otro matiz que aporta la novela de Brigitta y que las novelas actuales apenas consideran con el consiguiente perjuicio que, sin darnos cuenta, va calando en la sociedad. En Brigitta no hay la idea de necesidad del otro, de posesión, de pertenencia total hacia la otra persona que se puede atisbar en Jane Eyre. Brigitta no necesita al protagonista masculino para ser feliz. Ella ya es feliz, su amor le reporta mayor dicha sí, pero su pérdida no paraliza ni impide que ella siga su camino.

En las novelas actuales de amor, los personajes protagonistas  ya no se ajustan a los cánones tan decimonónicos de cuello de cisne y cinturas de avispas, ojos de infarto, mente lúcida y elocuencia. Como trabajan, tienen independencia económica, aunque no hay trasgresión en el aspecto laboral; se siguen ocupando puestos ya asumidos socialmente. Es verdad que el contenido sexual en este tipo de género ha aumentado. Sin embargo, la verdadera transgresión sería encontrar en este tipo de novelas un concepto de amor donde no haya que ser medias naranjas, sino que uno ya sea una naranja entera.

Foto de Wilhelm Gunkel en Unsplash

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