Si no existiera, si la Filosofía no formara parte de la vida que me ha sido entregada, me suicidaría. Ninguna de las miradas que susurraron ayer y lo siguen haciendo hoy mientras hablo, desean cruzarse con la mía. Comprendo, entonces, que ya nunca más querrán hacerlo. Me he acostumbrado -el ser humano y la costumbre- a contar las migajas que de mis argumentos quedan cuando los comparto con los demás; cuando, mejor dicho, caen en la trituradora de ideas que es la sociedad moderna, ésa que los pone bajo llave en el baúl de las majaderías. ¿Qué es el filósofo sino un majadero? Una molestia también, algo o alguien que incomoda y pone patas arriba la paz -falsa- del que es ignorante porque así lo ha decidido. La comodidad ata, atrapa, al ser humano; mientras que la lluvia y el viento cortante -lo incómodo- le obligan a volar, crecer. La Filosofía es ese viento de trino punzante que en la estepa da los buenos días. La Filosofía es la taquicardia que sobrecoge al que, de madrugada, despierta sobresaltado. La Filosofía es la medicina que cura el alma, si ésta acepta la enfermedad que supone entregarse al ruido. Cosas de filósofos, murmuran los lectores a regañadientes. Puñales que se usan para rebuscar en regiones angostas, cadavéricas. En las profundidades del alma o mente humana. En el abismo que somos los que rendimos culto al pensamiento racional.
Paredes que escuchan y secretos guardan, aconsejan al filósofo en la noche de cielo sin estrellas. No hay luces ni tampoco Luna. Teclados que cabalgan veloces desde el mundo de las palabras al universo de las verdades. Hace un tiempo, demasiado ya, comprendí que la existencia del filósofo -la mía- tenía que incomodar a unos, conquistar a otros. Abrirse paso es complicado cuando se interioriza la siguiente verdad: que el filósofo se suicide si no hay Filosofía, a nadie importa. Por extensión, este argumento bien explica lo que acontece en la España de hoy: ésa de látigo y yugo, de voces y algarabía, de leyes malditas y bocas estultas. De igual modo, a nadie importa que el ser humano se hunda en la ignorancia si el Gobierno dice no a la Filosofía.
¿Es de lo que hablo un tema de interés público? Sí, pues estoy refiriéndome a la inevitable muerte del ser humano como animal racional. Se trata de una situación de alarma, enormemente cuestionable y, diría, denunciable. Quienes nos dirigen no roban dinero: silencian nuestras almas, sepultan las psiques. Cortan las alas. Crean engendros. Al mismo tiempo que yo me suicidaría si no hubiera Filosofía, el resto persigue la estela de la neo-ciencia, esa que corresponde a la esclavitud y no al conocimiento. Engranajes helados que congelan un mundo en el que ya se ha olvidado lo que sueña el corazón humano.
La introspección, el viaje que se dirige únicamente al centro del alma humana -a esos lugares de los que no se quiere oír hablar, pues el silencio trae consigo los gritos del hombre y sus demonios-, ha fundamentado el sentido de mi existencia desde que soy consciente de eso, del existir del hombre. Nadando de una elucubración a otra, recuerdo otro de los fundamentos de la vida que me pertenece: la enseñanza, que es mi vocación, lo que me lleva a preguntarle al mundo si el maestro, el filósofo, no debería hacer algo más que el viaje a sí mismo. ¿Es justo hacerlo o hay que luchar contra todo? El filósofo no debe callar lo que debe ser gritado, por decencia y humanidad.
Un país sin Filosofía es un país muerto. Demonios alados tratan de robarnos el pensamiento, tal vez encadenarnos al dominio de una estulticia que es ponzoña en las venas. La ignorancia es un veneno que mata lentamente, creando humanos facilones, de oligofrenia que se comparte y reproduce rápidamente. La cumbre nietzscheana nunca debe ser símbolo de eternidad: hay que ponerlo todo en tela de juicio. A las gentes y sus cerebros.
Soy una filósofa en España. Así es como comienza la película que todo espectador puede entender como un film de terror sin precedentes, si es que le gusta reflexionar sobre lo que ve, oye, lee y siente. La España del raciocinio olvidado y de la humanidad condenada es la que me ve sufrir de manera cotidiana. La que legisla en contra de la razón y nos obliga a viajar atrás en el tiempo. Una España de dirigentes que no son nada, que se asemejan a roedores que atacan por el miedo que le tienen miedo a la vida. Los que nos dirigen viven temerosos del ser humano, de lo que somos.
Para el filósofo no hay mayor prisión, mayor dolor que vivir en un país donde se lapida el pensamiento racional. Vivo en una sociedad sin neuronas, lucho contra un panem et circenses que me hace llorar hasta desfallecer. Se implantan valores que cojean por aquí y por allá; del mismo modo que se implantan creencias carentes de fundamento filosófico. El ser humano ha olvidado la actividad de pensar, que es precisamente lo que nos hace humanos. El ser humano no quiere complicarse la vida y es que, no sabe argumentar ni la creencia más sencilla. El hombre se aleja del hombre persiguiendo espejismos.
España ha terminado por convertirse en un país gobernado por seres tan vacíos que se dedican -casi de manera exclusiva- a atentar contra los doctos y el conocimiento, tanto que expulsa a la Filosofía de las aulas y deja huérfanas a las nuevas generaciones. Acotan el terreno, azuzan a las bestias y persiguen a los filósofos. Reducen nuestras posibilidades de ganarnos la vida haciendo lo que amamos y lo más grave, es que roban al ser humano lo que le hace humano. Lo que nos hace España es una amputación sádica y aún más sádicas son sus promesas de cambio, pues quien hizo la ley, hizo la trampa. La sabiduría terminará siendo un delito contemplado en el Código Penal y las sanciones serán el holocausto del libre pensamiento.
Expulsar a la Filosofía de las realidades humanas, cortar sus alas y limitar sus espacios de actuación -así como sus poderes- es crear un monstruo. El endriago que es la sociedad española tiene miedo al silencio, por ello acude al ruido constante. El silencio es observar, escuchar los cantos del alma. ¿Y el ruido? Entregarse al absurdo, al vacío de ideas. Nos hemos alejado de nuestra naturaleza, de voces y aullidos. La mente ha sido desprovista de su alimento. Los centros educativos resisten a duras penas las embestidas de unos cambios legislativos que nunca favorecerán a los sabios, pues existen por y para asegurar que éstos no nazcan.
¿Qué puede ser de un país si sus gentes no cultivan el ansia de saber? ¿Qué sería de una sociedad que carece de una formación ética y moral? ¿Podemos avanzar prescindiendo del pensamiento racional, la capacidad de argumentar y la lógica? ¿No es clara la respuesta, unánime, a estas preguntas? Pocas cosas podrían hoy hacerme llorar, pero el ataque reiterado, el rechazo -ese rechazo que mueve al pueblo a la náusea, pues imitan a la perfección a sus verdugos- a la Filosofía, bien puede hacerlo. A la deriva me siento navegar, perdida en un inmenso lago que ni es lago, ni es nada. Tal vez barro infinito, de alimañas y bestias indecibles. La barca no avanza, se hunde en la muerte. En la muerte del ser, sus deseos y anhelos.
Arrebatarle al hombre el derecho a cultivar el pensamiento racional es mísero, una tortura sin precedentes. Legislar en contra de la argumentación es absurdo. Diseñar y dar a luz humanos vacíos es jugar a ser un dios enfermo. Modificar un país hasta convertirlo en un muerto, ¿palabras, hay palabras para hablar de ellos? Los meses y los años pasan, en silencio, con los vientos; y las aulas ya se han vaciado de personas. Maestros y alumnos escupiendo, al mismo tiempo, teorías cargadas de verdades a medias. Gritos internos que nunca salen a la superficie, pues ahí arriba sólo flotan creencias impuestas.
La pregunta constante es la llave de la sabiduría y sólo por medio de la Filosofía el ser humano es capaz de formularlas, responder a ellas tras el ejercicio del raciocinio. Para conocer el mundo hay que limpiarse las lentes, pues rápido se empañan.
Este es mi último grito, un grito de guerra contra la estulticia. Una llamada a las armas, armas que son los cerebros que piensan. Hay que hacer algo: el país se nos muere.
Autora:
Esther Sánchez González
Subido por:
Rubén Pareja Pinilla