Los granos de arena se deslizan por debajo de la puerta. Se cuelan por la rendija, resbalando silenciosamente por el piso del dormitorio. La ventana se abre, dejando entrar una línea de luz que se proyecta sobre el armario de madera oscura. Innumerables granitos de arena empiezan a caer por el resquicio abierto y forman un pequeño torrente que se precipita por el vano de la ventana y se desploma hasta el suelo de la habitación, creando una pequeña catarata de arena.
Los granos que entran por la ventaja se juntan con los que llegan desde la puerta en el centro del dormitorio. Se empiezan a formar pequeños montoncitos sobre la alfombrilla de color verde pálido que está a los pies de la cama; aumentan poco a poco de tamaño, formando pequeñas montañas que en poco tiempo han tapado las zapatillas de felpa a cuadros que descansan sobre la alfombrilla. En la cama, el anciano comienza a agitarse inquieto. Gruesas gotas de sudor empapan su nariz y le resbalan por la frente y el cuello, mojando la almohada. El nivel de la arena sube cada vez más, alcanzando en muy poco tiempo la altura de la cama. Las partículas de arena se deslizan dentro de las sábanas bajo las que Manuel se revuelve. El anciano abre los ojos y ve a los pies de la cama la silueta espigada de un hombre que le señala silenciosamente con un dedo. No puede verle la cara, que permanece oculta en las sombras. Los granos de arena se han metido dentro de su pijama y ropa interior. Abre la boca, quiere gritar, pedir ayuda a la figura que impasible observa la escena, pero de su garganta no sale ningún su sonido. Su boca y garganta están llenas de arena. Intenta respirar y junto con el aire entran granos de arena que fluyen por su traquea e inundan sus pulmones. Con cada respiración traga más granos de arena. Los siente en sus bronquios, también en su estómago e intestinos. La arena cubre completamente su cuerpo. Manuel agita violentamente los brazos, intenta escapar, pero cada vez se hunde más en la arena, que en un instante ha ocupado completamente la habitación.
Manuel abre los ojos, se incorpora súbitamente y extiende el brazo fuera de la cama. Su mano recorre la mesilla de noche hasta que sus dedos encuentran el inhalador. Retira la tapa, se acerca la boquilla a la boca y con una pulsación, libera una dosis que se expande hacia sus pulmones. Aspira una larga bocanada de aire. Echa un vistazo a su alrededor, su mirada pasa del armario a la cómoda que se encuentra en el rincón opuesto de la habitación. Mira al suelo, no hay ningún rastro de arena. No es más que una pesadilla. El mismo sueño que se repite cada noche desde hace varios días. Pero esta vez ha sido tan real que su piel todavía guarda el recuerdo del tacto áspero de la arena. Pasa su mano sobre la almohada, está empapada en sudor.
Se pone las zapatillas y arrastra lentamente los pies por el pasillo hacia la cocina. La casa está fría y húmeda, lo que no sienta muy bien a sus huesos. Enciende el fuego de la cocina y se calienta la palma de las manos. Mientras la leche se calienta en el fuego se dirige hacia el armario a por un poco de pan, pero al abrir la puerta le cae un poco de arena sobre la cara. Se lava los ojos bajo el grifo de la cocina hasta que consigue retirar el último grano de arena de debajo de sus párpados. En ese momento suena el teléfono. Se seca con un trapo de cocina y arrastra fatigosamente sus zapatillas por el pasillo. Cuando llega al salón y coge el auricular ya han colgado. Se pregunta quien ha podido ser, no suele recibir muchas llamadas, y menos a esas horas de la mañana. Entonces cae en la cuenta de que debe ser su hijo, que a veces se olvida de la diferencia horaria y le llama a horas intempestivas. Él detesta que haga eso y procura disimular el mal humor en su tono de voz, pero Andrés lo nota y entonces termina pronto la conversación y pasan muchos días, a veces semanas, hasta que vuelve a recibir una llamada suya.
La leche se ha salido y se ha desparramado alrededor del fogón. Manuel lo limpia con un trapo. Enciende nuevamente el fuego y echa más leche en el cazo. Abre la puerta de la alacena y coge un tazón. Manuel, sorprendido, descubre en el fondo un puñado de arena. De su pecho se escapa un leve silbido y comienza a respirar entrecortadamente. Toma el inhalador del bolsillo del pijama y se aplica un par de dosis. Un instante después su respiración vuelve a ser normal. Limpia bien el tazón en el fregadero. Se echa un poco de leche y desmigaja un mendrugo de pan sobre el tazón. Se sienta. Mientras engulle los trozos de pan empapados en la leche caliente arranca nerviosamente pequeños pedazos de pintura azul de la mesa, que cada vez tiene menos azul y más desconchones. Intenta pensar en su hijo: su constitución física, el color de su pelo, sus ojos, su cara; pero hace tanto tiempo que no le ve que apenas puede recordar sus facciones. La gente solía decir que se parecía más a su madre, en la nariz, recta y pequeña, y en la boca carnosa de su mujer. Al recordarla siente una punzada de dolor en el estómago. Ella le decía que tenía que ser más paciente con el chico, que era demasiado severo con él. Siempre estaban discutiendo; el quería que trabajará con él en el taller y que aprendiera el oficio, pero Andrés solo quería salir con los amigos y divertirse. Hasta que un día se fue a trabajar a otro país y perdieron todo contacto él. Manuel sabía que su mujer, aunque nunca dijera una palabra de reproche le culpaba a él en silencio. Y cuando por fin, varios años después, una fría mañana de invierno llamó Andrés, Manuel tuvo que darle la noticia del fallecimiento de su madre.
Pero eso forma parte del pasado y Manuel ya no puede hacer nada por remediarlo. Da un último sorbo de leche y deja la taza en el balde de plástico que hay encima de la pila. Se dirige a la habitación para hacer la cama. Abre bien las ventanas para que se airee la habitación y al levantar la alfombrilla para sacudirla descubre debajo un montoncito de arena. Pueden ser restos de barro que haya arrastrado con los zapatos desde el patio o desde la calle, pero no puede evitar sentirse intranquilo. Se sienta sobre la cama revuelta y cierra los ojos. Contiene la respiración, cuenta hasta diez y expulsa el aire lentamente por la boca. Intenta olvidarse de la arena. Abre la puerta del armario y busca algo que ponerse. Abre un cajón, entre las camisas encuentra una vieja fotografía en blanco y negro. La toma con ambas manos y la observa detenidamente. Ahí está Andrés de rodillas al lado de su primer castillo de arena que él le ayudó a construir. Aquel fue el único verano que fueron de vacaciones a la playa. Manuel vuelve a dejar la fotografía en el cajón, coge una camisa azul y un pantalón de tergal de una percha y se cambia de ropa.
Manuel está sentado en una banqueta, mirando la luz de la mañana que se cuela por la ventana de la cocina, cuando vuelve a sonar el teléfono. Al levantarse suena un chasquido procedente de su cadera, le cuesta enderezarse y echarse a andar, pero esta vez le da tiempo a descolgar antes de que deje de sonar el teléfono. Su cara se ilumina al escuchar la voz familiar. “¿Qué como me encuentro? Pues bien la verdad, si no fuera por la artrosis y por el asma, que algunas veces me da alguna crisis… No, no te preocupes, no son más que achaques de viejos. ¿Qué tal los niños? Sí, pónmelos que hace tiempo que no hablo con ellos”.
Manuel se sonríe mientras escucha las aventuras de sus nietos. Su mirada se detiene en el calendario que está colgado en la pared, junto al teléfono. Arranca la hoja del mes recién terminado, descubriendo la del mes que comienza. La ilustración que la acompaña es un paisaje veraniego, una playa que bien podría estar en el caribe; con una palmera, un mar color turquesa y una arena blanquísima, en las que unas pisadas de pies descalzos se pierden en la distancia. Una fotografía poco apropiada para un mes de marzo en un pueblo de la montaña. Da dos sonoros besos al auricular del teléfono.” Adiós, os quiero. Sed buenos con vuestros padres. Sí, dile a papá que se ponga que me quiero despedir de él”.
Vuelve a mirar la fotografía del calendario. Nota algo distinto en la imagen y entonces se da cuenta de que justo debajo del calendario, en el suelo, hay un montoncito de arena. Manuel intenta no pensar en ello y vuelve la vista a otro sitio. Su hijo vuelve a estar al otro lado de la línea. “He pensado que podíais venir en vacaciones de Semana Santa unos días. No, yo estoy bien, es solo que… Tengo el cobertizo que se está cayendo a cachos y he pensado que podrías ayudarme a arreglarlo. Que no vas a poder. Claro, el trabajo es lo primero. En verano. Sí, supongo que el cobertizo podrá aguantar hasta entonces. No empieces otra vez con eso. Yo no me voy con vosotros. Quiero vivir en mi casa, que es donde he vivido toda mi vida con tu madre”. Manuel siente que vuelve la irritación. “Siempre quieres salirte con la tuya. Pero esta vez no lo conseguirás. Pienso vivir aquí todo lo que me queda de vida”. Intenta calmarse, pero ya es demasiado tarde. Andrés se excusa, tiene un compromiso de trabajo y se despide abruptamente. Promete que le llamará pronto, pero Manuel sabe que pasará mucho tiempo hasta que vuelva a oír su voz.
Cuelga el auricular exhalando un suspiro sordo. No quiere mirar al suelo, intenta no pensar en la arena pero al final mira debajo del calendario. Ahí está. Se agacha y recoge un puñado, es una arena muy blanca y fina. La deja escapar entre sus dedos y se sacude las manos en el pantalón. Su respiración se hace sibilante. Necesita el inhalador, pero se lo ha dejado encima de la cama al cambiarse de ropa. Su respiración se hace más débil, apenas perceptible. Necesita aire fresco. Si consigue respirar un poco de aire fresco todo pasará. El patio está cerca, se dirige hacia allí. Camina por el pasillo apoyándose en las paredes, siente náuseas y vértigo. Las paredes se mueven a cada paso que da, acercándose y alejándose. A duras penas consigue llegar a la puerta del patio. Le cuesta mucho abrir el pestillo, parece atascado. Cuando por fin consigue levantarlo, la puerta se abre hacia él con fuerza, dejando entrar la arena, que cae violentamente sobre él.
Una mano escarba entre la arena. Manuel se agarra a ella con fuerza y es arrastrado hasta la superficie. Una luz muy blanca y brillante le impide ver la cara de su salvador, que le ayuda a ponerse de pie. Manuel se sacude la ropa hasta quedar completamente limpio de arena. Su respiración se ha vuelto suave y profunda y Manuel comprende que ya no va a necesitar nunca más el inhalador. El desconocido se acerca a él y le tiende la mano. Al acercarse, Manuel reconoce los rasgos familiares en aquel rostro. Acepta la mano y juntos, padre e hijo caminan hacia luz.