Los límites de la (in)seguridad

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25/11/2021 – Emilio V. Silvestre González

Cinco años después de la aprobación unilateral de la Ley de Seguridad Ciudadana, más conocida como Ley Mordaza, por parte del PP (Partido Popular), y tras usarse para facilitar los cambios legislativos y las actuaciones policiales desarrolladas contra la expansión del COVID19, el PNV (Partido Nacionalista Vasco) ha presentado una propuesta para su reforma. Esta propuesta ha llevado a reabrir el debate que no fue escuchado en 2015, pese a la oposición de todos los grupos parlamentarios y a la movilización social.

No debemos olvidar que esta fue una ley muy controvertida ya antes de 2015; pues limitaba y recortaba derechos como los de manifestación, grabación de actuaciones policiales, incluso derechos relacionados con el poder coercitivo de los cuerpos de seguridad del estado, o la negación de los derechos humanos a las personas migrantes. Como consecuencia, diferentes entidades que luchan por la defensa de los derechos humanos destacan que, esta ley implicó la pérdida de garantías en el ejercicio de nuestros derechos y libertades, para otorgarle a las fuerzas y cuerpos de seguridad del estado manga ancha en el ejercicio de sus poderes.

De hecho, reformar esta ley fue una de las condiciones del pacto de coalición entre el PSOE (Partido Socialista Obrero Español) y UP (Unidas Podemos), aunque no haya sido ninguna de estas formaciones las que hayan planteado la reforma en el congreso. En este sentido, las situaciones de desprotección y sobreactuaciones han cogido mayor visibilidad como consecuencia de la COVID19. Esto no quiere decir que antes no se dieran casos (y no aislados) de abusos o sobreactuaciones, simplemente que la pandemia ha logrado visibilizarlos. Forzando la necesidad de introducir cambios en la ley mordaza implantada por el PP, y que implica un monopolio (aún mayor) de la fuerza, ya no sólo para el estado, sino para sus cuerpos y fuerzas de seguridad.

Para poder entender estos cambios, debemos tener en cuenta que nuestro ordenamiento jurídico es utilizado como mecanismo por el cual nuestro sistema social y político defiende el orden social con el fin de garantizar su supervivencia. Tanto es así, que si prestamos atención entenderemos porque la justificación del castigo de ciertos tipos de conductas ha ido cambiando a lo largo del tiempo, y para ello no tenemos que atender a los intereses sociales, sino más bien a los intereses políticos. Esto lo vemos reflejado, por ejemplo, en el efecto de “burorrepresión”, efecto que han provocado las más de un millón trescientas mil multas que se han emitido desde 2015 hasta 2020 en base a la ley de seguridad ciudadana. Esta nueva ley, junto con la reforma del código penal de ese mismo año, la cual aumentaba las penas, condenas y hechos sancionables; limitó, aún más, los derechos fundamentales. Poniendo el foco en una actualidad más cercana, en 2020 se han impuesto más de un millón de propuestas de sanción en aplicación de esta misma ley y en medio de una crisis sanitaria.

Es necesario recalcar, que, desde su aplicación, esta ley es consecuencia de la criminalización de una serie de repertorios de protesta pacíficos que se fueron desarrollando desde el 15M en España. Así pues, muchas de las conductas sancionables parecen creadas ad hoc para ciertos colectivos (como por ejemplo la PAH), por lo que no nos extraña que uno de los principales efectos de las multas por las nuevas conductas sancionables sea la desmovilización social. Además, y como se ha materializado con las medidas adoptadas para luchar contra la pandemia, esta ley facilita el control total en pro de un concepto de seguridad difuso y con limites claramente encontrados con nuestros derechos y libertades.

Exploremos un poco cómo durante la pandemia en muchos casos la policía ha actuado de forma desproporcionada y siendo casi juez en la imposición de multas, sanciones, detenciones, incluso agresiones. Algo que se ha visto un abuso por parte de las autoridades judiciales, lo que ha implicado la absolución de muchas multas durante la pandemia. Y lo que ha dejado claro, además, que nos encontramos ante una norma abusiva y desproporcionada.

Con todo esto entendemos que cualquier sistema social establece un sistema de mecanismos e instituciones cuyo objetivo es presionar a los individuos para obtener de ellos la conformidad de su comportamiento a las pautas institucionalizadas. Así, partimos de una visión del ordenamiento jurídico como el resultado final del proceso de institucionalización mediante el cual se tipifican como normales o legales unas determinadas conductas y como anormales o ilegales otras, a las cuales se persigue. Es por ello, y por lo asentada e interiorizada que está esta ley en nuestro imaginario colectivo, por lo que cuesta tanto recuperar estos derechos y libertades, algunos recogidos en nuestra constitución, pero no en el imaginario colectivo.

Y es que, la intervención de las instituciones, tendentes a conseguir un control externo cuando el proceso de socialización o el control informal no garantizan el control interno del individuo, consiguen pasar de un planteamiento del conflicto grupal y estructural, a una progresiva personalización del conflicto. Además, en cada época existen unas concepciones distintas de orden social, de las cuales subyacen otros ideales y discursos legitimadores. Por consiguiente, es importante recordar que el acatamiento tácito a las normas no subyace a un sentimiento de consenso social, sino a una conformidad fruto del control social. De esta forma, y atendiendo a como las normas anticovid han conseguido aumentar la cohesión social, aunque con el fin de aumentar la coacción social, podemos entender estas dinámicas. En relación con la conformidad social, muy presente en la época del COVID19, podemos asumir que la influencia más profunda y permanente es la internalización de las normas, algo que parece ya haber ocurrido tanto con la mordaza, como con la mascarilla, y ya ni notamos cuando la llevamos puesta.

Nos encontramos en una época donde el marketing ha conseguido un papel tan central, que en muchas ocasiones lo que pensamos que compramos, no es realmente lo que recibimos. De ahí que no sea de extrañar que nos vendan seguridad, pero que únicamente nos llegue represión. Pues, ¿cómo puede poner en peligro a los agentes de la autoridad la compatibilización del ejercicio legítimo de nuestros derechos y libertades? ¿Por que el debate en torno a esta reforma se centra en confrontar la seguridad de los cuerpos y fuerzas de seguridad con la inseguridad de la sociedad civil, y viceversa?

Visto que esta situación ya implica una desprotección y recorte de libertades, algo que aumenta con la llegada del COVID19. Lo que hace aumentar también la incertidumbre, trayendo consigo cambios complicados de asimilar y poner en práctica en materia legal, ¿donde poner los límites de las libertades? Esto también lo vemos atendiendo a uno de los últimos casos más sonados referentes a la libertad de expresión. Donde el cómico David Suárez está a la espera de juicio por un tweet en el que rozaba los límites del humor. La audiencia nacional, lo sentará en el banquillo por delitos de vejación y odio, entendiendo que la repercusión que tiene como personaje público puede provocar que las personas con síndrome de Down (a quien iba dirigido este tweet) se vean repercutidas. Sin embargo, la prensa sensacionalista, no ha dudado en publicar el mismo tweet por el que fue condenado el cómico, un doble rasero que nadie entiende.

Este caso nos recuerda a otros como el de Valtonyc, Pablo Hásel, etc., que ponen de manifiesto que cada vez más los límites de nuestros derechos y libertades son más estrechos. Lo que ha venido ligado de una coacción cada vez más horizontal, otorgándole un papel central al control informal. Esto no es más que mayores poderes coercitivos por parte de nuestros iguales, algo que podemos observar con el uso de las mascarillas, las reuniones de menos de 10 personas, y otros cambios impuestos por el COVID19 y controlados por nosotros mismos. En esta época, nos estamos dando de cuenta de la importancia de la autocensura y su poder para el control social.

Esto nos pone una vez más en una dicotomía complicada que implica seguridad frente a desprotección, algo que suplementa la idea de seguridad frente a libertad, pues esa libertad implica (en este discurso) una no-seguridad, una inseguridad, una desprotección que es utilizada a favor de la seguridad y el control.

Sin embargo, hemos visto que en esta ley se ha enfrentado la libertad de la ciudadanía frente a la libertad policial, con una contraposición que implica que algo no puede ser bueno para ambos, sino que lo que protege a uno, desprotege al otro. Para ilustrar mejor, si atendemos a la prohibición de grabar a la policía, no podemos entender porque grabar una actuación policial no puede ser igual de protector para la policía que para el ciudadano, ya que permitiría demostrar en todo momento la veracidad de los hechos recogidos en las declaraciones. Del mismo modo, se entiende esta dicotomía atendiendo a la presunción de veracidad de los cuerpos y fuerzas de seguridad, que choca de pleno contra la presunción de inocencia de los ciudadanos.

Como planteábamos al principio, en los momentos de incertidumbre todo es nuevo para todos, todos nos encontramos ante situaciones difíciles y complejas que nos llevan a no entender que está bien y que está mal, incluso que podemos o no podemos hacer. Y es en estos momentos donde el control social se legitima del poder, tratando de crear una situación de inseguridad colectiva para que se asuma una posición conformista ante esa realidad. Esto se logra gracias a la percepción subjetiva de peligro, algo que se ve muy claramente con el ejemplo del COVID19 o el terrorismo. Donde estos peligros se reproducen por medios de comunicación y van moldeando la conducta de los individuos, de modo que el poder consigue una sensación de seguridad creando inseguridad.

Dicho brevemente, el control ha ido transformándose con el tiempo, hasta que el control informal ha pasado a un primer plano, incluso en las interacciones personales. Como hemos observado con el caso de la vacunación, el uso de mascarillas, etc. Estos mecanismos resultan inhibidores más sutiles, pero más eficaces sobre la conducta social por su influencia en el día a día. Si a esto le sumamos la desmovilización consecuencia de la mordaza, encontraremos un tejido social muy dañado, que necesitará más que estas pequeñas reformas para reconquistar parcelas del espacio publico que han sido nos han sido arrebatadas.    

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