Estrategias culturales de identidad nacional en la gestión de la pandemia por COVID-19

0

30/03/2020 – Fátima Anllo es patóloga y doctora en sociología y antropología. Dirige el Observatorio de Creación y Cultura Independiente.

El discurrir de vida global se ha visto súbitamente interrumpida por un enemigo externo. La amenaza que nos envuelve y confina ha tomado todo el protagonismo y ha situado a los datos, los hechos y la eficacia en el centro de la opinión pública y la acción política. De repente, necesitamos de ellos para construir una idea comprensible de lo que nos está pasando; de repente toda las decisiones políticas han de responder ante unos datos que dan cuenta día a día de sus efectos; de repente, pareciera que estamos ante “una vuelta al conocimiento”.

Sin embargo, la objetividad de los datos en que nos movemos pudiera ser aparente y estar modulada, interferida o utilizada por procesos de construcción de identidad continental, nacional o regional con importantes implicaciones políticas, sociales y – por supuesto – económicas.

En este sentido, quiero poner en contraste cómo están discurriendo la producción y distribución de datos y conocimiento dentro del ámbito científico de la salud, y en la órbita pública, para extraer algunas ideas sobre sus diversas estrategias y consecuencias.

El itinerario científico de los datos y el conocimiento

El 27 de diciembre de 2019 el Departamento de Neumología del Hospital Provincial de Hubei, comunicó a las autoridades sanitarias chinas que se había detectado un cluster de enfermos con neumonía atípica de origen desconocido. Tres días después, se notificó a la oficina local de la Organización Mundial de la Salud que el día 5 de enero lanzó una alerta internacional.

Ese punto fue la lanzadera de una maquinaria científica global con el objetivo común de evitar la infección y la muerte de personas. Ese momento disparó una actividad científica que sienta sus bases en el método científico: identificar regularidades en los fenómenos de forma tal que se puedan prever los resultados que sucederán a determinadas acciones.

Los logros en el plazo de tres meses han sido impresionantes. En diez días el virus fue aislado y su genoma secuenciado. Se han descrito en detalle mecanismos fisiopatológicos, manifestaciones clínicas, comorbilidades, mediadores, factores predictores y pautas terapéuticas. Al mismo tiempo, están en marcha diversos proyectos de vacuna.

Los datos producidos y su distribución a través de las mejores revistas científicas han generado en tiempo record un conocimiento aplicado que está salvando muchas vidas.

El itinerario público de los datos

La fuerte relación causa-efecto que permite la investigación biomédica básica disminuye a medida que ponemos en juego las ciencias sociales. La epidemiologia y la gestión de la salud pública introducen en la ecuación cuestiones de comportamiento humano, decisiones políticas, elementos sociales y rasgos cultuales que hacen enormemente complejo el establecimiento de regularidades que orienten la acción.

El itinerario recorrido por los datos científicos sobre el COVID-19 en el espacio público es, pues, otro. Plataformas nacionales e internacionales utilizados de forma masiva por medios de comunicación ofrecen datos por país, región, comunidad o ciudad que cambian minuto y a minuto y dan la impresión de una enorme transparencia de la información. Pero, cuando se intenta descender al detalle para indagar de forma precisa cómo las instituciones los producen, todo se vuelve mucho más opaco. Los datos que reportan los centros de referencia siguen diversas definiciones y estrategias de testeo. La falta de acceso a datos los primarios, la resistencia de algunas instituciones a responder de forma precisa a determinadas preguntas, sugieren que, tras lo que parecen datos objetivos y hechos con valor científico, se están librando batallas y estrategias culturales con importantes implicaciones políticas y económicas. Los hechos apuntan a que la gestión de la crisis por COVID-19 está teniendo una enorme capacidad de atribución simbólica en términos de construcción de identidad nacional.

Apuntamos algunos ejemplos

Una oportunidad para el país que quiere liderar el mundo  

La reacción inicial de China ante las primeras señales del brote fue la ocultación. Los dos médicos que levantaron las primeras sospechas fueron fuertemente amonestados y censurados.

La circulación de rumores relacionados con el SARS hacía resonar la epidemia de 2002 que China ocultó durante tres meses a la OMS. Un nuevo brote desacreditaría su imagen de nación moderna; reforzaría la idea de China como fuente de potenciales pandemias futuras por zoonosis debido a la persistencia de tradiciones culturales ancestrales que motivan el comercio de animales salvajes vivos en mercados de dudosa higiene y nula supervisión. De ahí la repuesta inicial de negación, ocultación y censura.

Pronto las autoridades chinas dieron un giro copernicano a su estrategia. La China de 2020 no es la de hace dieciocho años. China compite hoy con Estados Unidos por la hegemonía del mundo; en 2021 celebrará su centenario y quiere hacerlo como una gran potencia mundial. La lucha contra la epidemia adquirió un alto valor simbólico: había que contener el brote, dominar la epidemia. Demostrar su capacidad tecnológica y científica junto a una política de transparencia y cooperación internacional. Así, el gobierno chino tomó unas medidas de control férreo de la población, puso a disposición de la OMS toda la información disponible y equipos científicos comenzaron una carrera contra el tiempo para producir una vacuna y la mayor parte del conocimiento que hoy tenemos sobre el COVID-19, y que está ocupando las portadas de las publicaciones científicas más reconocidas, la mayor parte de ellas de Estados Unidos.

En el plazo de tres meses un país con 1.400 millones de personas ha doblegado la epidemia. Ello le está permitiendo recuperar su actividad económica y productiva, defender ante el mundo su eficacia y mostrarse benevolente ante Occidente como el gran proveedor de recursos que viene en su socorro.

La batalla por la eficacia y el control de las negociaciones europeas

En medio de la Gran Recesión, seis de los principales periódicos europeos realizaron un estudio sobre los estereotipos de sus respectivos países: Irlanda, Reino Unido, Francia, Alemania, Polonia, Italia y España. Posteriormente, cada país comentaba el suyo. En todos los casos los estereotipos estaban constituidos por rasgos negativos menos en el caso alemán, en el que casi todas las características eran favorables. Ningún país se identificó con su imagen menos Alemania que se reconocía en ella –“es verdad, hemos sido altamente eficientes, diligentes y disciplinados como para asegurar el mantenimiento adecuado de estos clichés”– dejando entrever su valor y que le reporta beneficios. El estereotipo de Alemania seguramente sería extensivo a los países nórdicos y, en conjunto, sea uno de los elementos de sostén de la división norte-sur.

En el marco de la pandemia por COVID-19, cabe preguntarse en qué medida los países han sido conscientes del impacto que en términos de imagen podrían producir sus datos y han acomodado sus metodologías para no resultar penalizados por ellos. Al principio de la crisis, la disonancia entre los datos de unos países y otros provocaba cierta extrañeza, pero no fue objeto de especial atención en los medios. A medida que se han ido conociendo los efectos devastadores que tendrá la pandemia en las economías y el empleo de los distintos países, y se han endurecido las negociaciones sobre el plan de choque europeo, se ha ido prestando mayor atención a la calidad de los datos.

Hay una evidente dificultad para conocer las definiciones que clarificarían con precisión qué y cómo se están construyendo los indicadores por países. En la página de la agencia europea Centro Europeo para la Prevención y Control de Enfermedades se advierte que los datos ofrecidos de cada país dependen de las “definiciones aplicadas y las estratégicas de testeo de cada uno de ellos”, pero no se hace ningún esfuerzo por clarificarlas. Tampoco se encuentran respuestas en las instituciones nacionales correspondientes, como el Robert Koch Institute (RKI).

El número de test realizados, los criterios de conteo de casos positivos (mediante criterios clínicos o con test positivo) y qué muertes se asignan al COVID-19 influyen en los principales indicadores que se están utilizando: grado de extensión de la enfermedad y tasa de mortalidad. Poco a poco se ha ido conociendo que algunos países solo registran las muertes que tienen lugar en el ámbito hospitalario –al menos Francia y Alemania– con lo cual las muertes en residencias de mayores (una de las poblaciones con mayor mortalidad) quedarían fuera del recuento. Existen dudas sobre la forma en la que se están asignando las causas de muerte en personas con patologías previas. En Alemania el director del RKI no despeja las dudas –“Las cifras oficiales de mortalidad del RKI incluyen tanto a las personas que han muerto por el virus como a las personas infectadas y con problemas de salud subyacentes, donde no se ha podido determinar la causa precisa de la muerte”. Tampoco se realizan test postmortem a las personas fallecidas en las que se sospecha infección por coronavirus.

Frente estos datos, España ha establecido criterios bastante estrictos de registro: se incluyen todas muertes con test positivos, independientemente de donde se produzcan; se realizan test postmortem de casos sospechosos y, en los casos de personal sanitario afectado, todos los profesionales a su alrededor son testados y se les considera positivos. No sería descabellado pensar que España ha asumido un registro exhaustivo y transparente, entre otras cosas, para reforzar frente a terceros su imagen de país serio y con altos estándares de accountability, aunque la estrategia se le puede estar volviendo en su contra.

Empieza a resultar evidente que las cifras disponibles hasta ahora están siendo utilizadas por los países del norte para apuntalar los clichés de una Europa del sur indolente y una Europa norte disciplinada, diligente y eficaz como elemento de apoyo a sus estrategias de negociación dentro de la Unión Europea.

A buen seguro, análisis futuros retrospectivos de las series de datos originales, con sus respectivas definiciones y criterios de notificación, darán cuenta de la dimensión exacta de la pandemia en cada país. Pero será demasiado tarde. Lo que está presente en el actual tablero de la imagen pública y lo que quedará en la memoria serán esas cifras gruesas que sitúan a Italia y España –de nuevo los países del sur– como los dos con peores cifras de extensión y mortalidad de la enfermedad en Europa.

Los rasgos culturales identitarios que sostienen la imagen y la reputación de países son difíciles de desmontar o modificar. Tanto en sentido positivo como negativo.

Hace tiempo que se sabe que la última gran pandemia de 1918, que recibió el nombre de Gripe Española y mató a 50 millones de personas en el mundo, no surgió en España. Investigaciones recientes apuntan un probable origen chino llegado a Europa debido a la movilización de casi 100.000 trabajadores chinos para apoyar en la retaguardia de las líneas inglesa y francesa de la I Guerra Mundial. Sin embargo, ni tan siquiera un siglo ha servido para borrar la vinculación española.

En sentido inverso, a pesar del engaño sobre sus emisiones de las marcas de coches alemanas más prestigiosas –Volkswagen, BMW y Audi– sus acciones, empleo y producción a nivel mundial mantuvieron en los años siguientes una asombrosa estabilidad.

¿Podría España haber evitado esta situación o jugado mejor sus cartas? Al menos podría haber forzado desde el comienzo de la crisis el establecimiento de criterios comunes y una comisión científica de seguimiento en la Unión Europea. Pero a toro pasado todos somos profetas.

Compartir.

Sobre el Autor

Dejar una Respuesta