De dimes y diretes, de rojos, azules, cuñades, indepes, progres, señoros y fachas. O de cuando la ‘partitocracia’ enfanga tus relaciones sociales y la sociedad civil

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16/01/2020 – Rubén Díez García (Universidad Complutense de Madrid), Ariel Sribman Mittelman (Universitat de Girona) y Graciela Merigó Puig (Doctoranda en la Universidad Rovira y Virgili)

Durante el largo período que supuso la dictadura, marcada por una fuerte represión política, primero, y por una rápida industrialización y urbanización impulsadas por el Estado, después, se desarrolló un nuevo modelo de relaciones entre los movimientos sociales de oposición al régimen y los partidos políticos, en particular el PCE, que emergió como el referente organizativo e ideológico (Álvarez Junco, 1994; Laraña, 2011). Los movimientos de oposición aparcaron las metas revolucionarias —antipoliticistas— de sus predecesores y desarrollaron un nuevo marco, de carácter más pragmático, politicista. Este nuevo marco perseguía la reforma democrática del Estado, el desarrollo de un Estado democrático y social, y el reconocimiento de los derechos civiles (Ibíd.).

Este programa, no obstante, se consolidó en las décadas de los sesenta y setenta en un ambiente cultural antifranquista, contestatario y semiclandestino muy heterogéneo, en el cual las diferencias y dificultades de entendimiento entre nuevas formas de activismo y las viejas tradiciones y corrientes ideológicas representaron la normalidad. Lo singular de tal contexto, sin embargo, señala Álvarez Junco, fue la aceptación de la necesidad de una “vanguardia obrera” por parte de una amplia pluralidad de actores. Las estrategias quedaron subordinadas al partido como actor fundamental que debía asumir el liderazgo de la transformación y del cambio, a excepción de algunas organizaciones de “nueva izquierda” que a finales de los sesenta mostraba un marco muy radical y crítico contra los partidos y sindicatos tradicionales, cuyas organizaciones estudiantiles adquirieron gran relevancia en otros países (Laraña, 2011).

Este marco politicista persistió hasta los ochenta, cuando emergen movimientos pacifistas y estudiantiles contra el gobierno socialista de Felipe González (Álvarez Junco, 1994; Díez García y Laraña, 2017). Las primeras redes del movimiento pacifista, que emergieron durante la transición a principios de los setenta ya manifestaban algunos rasgos de estas nuevas formas de acción, como en el caso de las organizaciones estudiantiles, si bien con un mayor grado de latencia. Los grupos y organizaciones pacifistas, muy abiertos a otros movimientos, mostraban un amplio pluralismo y un grado de autonomía que los alejaba del principio de subordinación respecto de los partidos, ya que sus fundamentos culturales también chocaban con los de las organizaciones políticas del movimiento de oposición al régimen, en las que no se contemplaba ni la autonomía de acción, ni el pacifismo, ni el antimilitarismo o la no violencia (Díez García y Laraña, 2017).

Dicho marco politicista perdió peso en la década de los ochenta, con la consolidación de dos elementos novedosos que afianzan el proceso de modernización política en la vida diaria de los ciudadanos (Laraña, 2011). Por un lado, nuevas formas de acción colectiva —que para Álvarez Junco suponen una (tercera) etapa de transición hacia los NMS o postmoderna—, y por otro, el surgimiento, primero, y consolidación, después, de una esfera o tejido asociativo en España, conformado por organizaciones voluntarias o de carácter civil; algunas de ellas organizaciones reflexivas con un alto poder de persuasión e influencia en la opinión pública que han dado a nuestro país muchas alegrías y avances, para la consecución de una sociedad más abierta, respetuosa, plural, libre e igualitaria.

Algunas de estas organizaciones alcanzaron un considerable poder de definición y persuasión colectiva a través de movilizaciones sobre importantes controversias públicas en torno a una amplia variedad de temas: desde el terrorismo y la forma de combatirlo, la democracia, los derechos civiles y la justicia social, hasta el pacifismo, la solidaridad internacional, el medio ambiente, los estilos de vida alternativos y la identidad sexual y de género, o el sistema educativo, la familia y el aborto. Estas movilizaciones son parte de un período contemporáneo que abarca desde las movilizaciones ya mencionadas, contra el ingreso de España en la OTAN y las promovidas por asociaciones de estudiantes contra la política educativa del Gobierno (en 1987 y 1993), hasta las que tuvieron lugar en 1996 y 1997 (por la indignación ciudadana ante los asesinatos de Tomás y Valiente y Miguel Ángel Blanco, un año y medio después), o las numerosas que prosiguieron con el cambio de siglo, por ejemplo, contra la Guerra de Irak, el terrorismo, el Prestige o la legalización del matrimonio homosexual y sus contrarias (Díez García y Laraña, 2017), y tienen continuación con la irrupción de los indignados y las movilizaciones feministas o contra el cambio climático, y de los pensionistas, en la actualidad.

La irrupción del 15M supuso un aldabonazo contra un orden político configurado sobre una democracia representativa de partidos políticos formalmente constituida que ha derivado en lo que muchos hemos coincidido en calificar como “partitocracia”. En la partitocracia española se ha dado un alto nivel de politización de las instituciones y estructuras, que por ejemplo, fue terreno abonado para la expansión de la burbuja inmobiliaria y del gasto desmesurado en infraestructuras que no obedecían a necesidades reales, sino a intereses de partido, corruptelas, redes clientelares y patrones de connivencia entre clase política y grupos económicos. La buena noticia es que las organizaciones de la sociedad civil que han venido impulsando nuestro proceso de democratización han sabido mantenerse al margen de su instrumentalización por parte de los partidos y de las élites políticas, y han sabido escapar a los tentáculos de los partidos, visibilizándose como experiencias transversales, autónomas e independientes respecto de los partidos, base, por otro lado, de su éxito.

Lo preocupante en los últimos años, y tras la aparición de nuevas organizaciones políticas que venían a profundizar nuestro proceso de democratización, y que nacieron precisamente para denunciar y plantear alternativas a la partitocracia, es que nos encontramos con que los partidos están siendo exitosos en instrumentalizar a la sociedad civil: desde las movilizaciones de Colón, arrogándose la representación moral del constitucionalismo, a las impulsadas por Podemos y su interés por apropiarse la representación moral de los marcos de los movimientos sociales de carácter más alternativo, junto con el PSOE, hasta la operación de las élites, partidos e instituciones catalanas para impulsar un proceso independentista. Una dinámica de instrumentalización reciente que solo puede tener un resultado, el de ahondar aún más en otro proceso de más amplio calado. En épocas en las que la sociedad se encuentra sujeta a tensiones como resultado de los intensos cambios que se dan en sus estructuras sociales y sistemas de valores, y la incapacidad de las instituciones políticas para acomodarse a dichos cambios, es más frecuente observar posiciones simbólicas que rivalizan entre sí. En ocasiones, en torno a cosmovisiones categóricas del mundo, y a cómo nos dotamos de una identidad, los sistemas normativos e instituciones que guían nuestra vida social, o la propia idea de democracia.

Estas controversias generan una fuerte y profunda politización de nuestras vidas, conflictos cotidianos, discusiones, enemistades, guerras culturales y charlas tuiteras —de dimes y diretes, de rojos, azules, cuñades, indepes, progres, señoros y fachas—, que para colmo encuentran en los partidos, medios de comunicación y académicos de parte, argumentarios para proyectar sobre otras personas o grupos sociales, que simple y llanamente, tienen una forma diferente de pensar sobre algunos asuntos. Que ayudan poco a construir una sociedad más abierta, plural y tolerante, sin tener en cuenta que, como comentó Obama recientemente en un mensaje dirigido a los más jóvenes, “Las personas contra las que estas luchando pueden amar a sus hijos y compartir ciertas cosas contigo”.

En esta segunda fase de la modernidad —si seguimos a Beck, Giddens y Lash (1997)—, caracterizada por la fluidez de las interpretaciones de la realidad, los partidos se ven tentados a jugar con la construcción de nuevas ortodoxias políticas, es decir, conjuntos de doctrinas que no se discuten porque revelan verdades absolutas. Por supuesto, de acuerdo con nuestros tiempos, estas formas ideológicas dogmáticas son variables. Pero no por eso dejan de presentarse ante la sociedad como ortodoxias que nos dividen profundamente. Estas nuevas doctrinas, estas verdades absolutas, tienen algunos elementos neurálgicos en común con los dogmas religiosos tradicionales.

Primero, generan identidad. No se trata ya de identificarse con una serie de ideales y objetivos, como en la política tradicional (siglos xix y xx), sino de identificarse con un colectivo definido moralmente. Por lo tanto, quien no pertenece al colectivo no se encuentra más a la derecha o a la izquierda en una escala política (horizontal), sino por debajo en una escala ética (vertical). Segundo, se revelan como verdades (dogmas) incuestionables por los miembros de la comunidad. La identidad y la pertenencia implican la no disensión. Y a consecuencia de esto, tercero, se revelan como verdades morales, no políticas. Si bien estas se aplican al ámbito político, no se basan en criterios de mejora institucional, de eficiencia macroeconómica, de bienestar para el conjunto de la sociedad, etc., sino en una autocomplacencia y una descalificación ética de los rivales políticos.

A un tiempo, en estas nuevas doctrinas también destacan algunos elementos esenciales que las diferencian de los viejos dogmas: primero, son absolutas, pero muy móviles. Hoy pueden ser unas y mañana ser otras. No aportan la estabilidad de las doctrinas clásicas. Segundo, las viejas verdades absolutas de molde religioso aspiraban a integrar a toda la comunidad. Las nuevas —y sobre todo quienes las blanden— viven de la existencia del enemigo, son de tinte populista. Es decir, se alimentan de la existencia de un oponente. Por lo tanto, no consideran la posibilidad de que en algún momento toda la sociedad asimile el evangelio que ellos predican; siempre habrá un elemento maligno —la izquierda, la derecha, los vendepatrias, los enemigos del pueblo, la oligarquía, los progres, los fachas— al que no se pretende incorporar. Ni siquiera a nivel discursivo, o quizá deberíamos decir, ni mucho menos a nivel discursivo.

Los partidos han encontrado un hueco en las controversias identitarias. Desvanecidas las diferencias de criterio moral respecto de las grandes líneas definitorias de la modernidad, diferencias que produjeron conflictos en torno a cuestiones como la propiedad de los medios de producción, las relaciones internacionales centradas en la explotación colonial, el desarrollo industrial basado en la explotación de la naturaleza, el desarrollo de los estados del bienestar y de las democracias liberales, las organizaciones políticas se han ido orientando hacia las controversias que les plantea la sociedad civil con su acción colectiva. Los movimientos sociales estiran los límites del sistema señalando cuestiones que pasan de ser íntimas y privadas a tener relevancia pública con el objeto de modificar el orden normativo para permitir y legitimar nuevos comportamientos. Los partidos se han hecho eco de esta realidad posicionándose a favor o en contra de las nuevas demandas con tal intensidad que se han apropiado del lenguaje de los movimientos, de sus definiciones de la situación con sus nuevos significados.

La realidad ante la cual los analistas de movimientos sociales deben permanecer alerta es este entrelazamiento entre partidos y movimientos —o la infiltración en los segundos por parte de los primeros, incluso la subordinación de los segundos a los primeros—. Es cierto que en muchos casos tales procesos de infiltración o subordinación no se han producido. Pero en muchos otros, sí. En estos casos, seguir observando la acción colectiva a través de ese microscopio que deja fuera el elemento partitocrático, la penetración del poder partidista en la sociedad civil, es observar la realidad con los ojos cerrados.

Referencias:

Álvarez Junco, J. 1994. “Movimientos sociales en España: del modelo tradicional a la modernidad postfranquista”, en E. Laraña, H. Johnston y J. Gusfield (eds.). Los nuevos movimientos sociales. De la ideología a la identidad. Madrid: CIS.

Beck, U. Giddens, A. y Lash S. (comp.). 1997. Modernización reflexiva. Política, tradición y estética en el orden social moderno. Madrid: Alianza.

Díez García R. y Laraña E. 2017. Democracia, dignidad y movimientos sociales. El surgimiento de la cultura cívica y la irrupción de los «indignados» en la vida pública. Madrid: CIS.

Laraña, E. 2011. “Los movimientos sociales y la transición a la democracia en España”, en R. Quirosa-Cheyrouze y Muñoz (ed.). La sociedad española en la transición. Los movimientos sociales en el proceso democratizador. Madrid: Siglo XXI.

 

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