Me decido a sentarme a leer en el zaguán, es el sitio más fresco de toda la casa. Es costumbre en los días de verano dejar el portón abierto, pues la ventilación cruzada que se produce entre la entrada y el patio posterior hace mucho más llevadero este asfixiante calor.
Este verano por primera vez he venido a pasar mis vacaciones a casa de mi tía. El pueblo es como tantos otros de la baja Andalucía, casas encaladas y calles estrechas y empedradas, de esas por las que es difícil andar con zapatos de tacón.
Desde mi privilegiada posición se ve la casa situada justo en frente de la nuestra, que desde que llegué me llamó poderosamente la atención por el intenso olor a jazmín y la sensación de paz y armonía que se respiraba. El zaguán está lleno de luz de la calle, y a partir de ahí y hasta llegar al patio interior todo está en penumbra, como si al sol le hubieran prohibido pasar de allí. Sin embargo, en el jardín, éste reaparece para brillar con más intensidad, permitiéndome ver un enorme jazmín cuajado de flores y a sus pies, rosales de diferentes colores.
Vive allí un matrimonio sin hijos de mediana edad. Ella es de poca estatura, delgada y bien parecida, siempre anda trajinando por la casa, apareciendo y desapareciendo de mi vista; él alto y enjuto, es muy guapo y elegante, suele pasar mucho tiempo en el jardín cuidando las rosas y ella, sentada a su lado, haciendo moñas con los jazmines que él corta, para luego colocarlos en una bandeja en la mesita de la entrada.
Mi momento favorito es cuando sobre las ocho de la tarde él suele salir muy trajeado, siempre con una moña de jazmín en el ojal de la chaqueta. La mujer lo acompaña hasta la puerta mientras le cepilla la solapa y hombreras de posibles motas de polvo, me resulta curioso ver como lo revisa para que vaya perfecto. Lo sigue con la mirada hasta que dobla la esquina, permaneciendo unos segundos mirando la calle vacía, luego cabizbaja vuelve para adentro cerrando la puerta tras de sí. Me pregunto dónde irá él.
Es un ritual que se repite diariamente hasta hace unos días, en los que él ha dejado de salir. El practicante, que vive dos casas más abajo, los visita con frecuencia. Ha tenido un amago de infarto, comentan mis tíos. En los escasos momentos en los que últimamente el portón permanece abierto, puedo verlo a él sentado en un sillón junto al jazmín.
Me he levantado esta mañana y he mirado por la ventana, veo mucha gente entrando en la casa de los vecinos. Me visto, bajo las escaleras en el preciso momento en el que mis tíos se disponen a salir. Le ha repetido el infarto y no lo ha aguantado. Cruzan la calle y entran en la casa de las flores, han puesto sillas a lo largo del zaguán y del vestíbulo. A ella no se la ve. Me acerco y discretamente me coloco junto a la puerta; los vecinos comentan la mala suerte y lo rápido que ha sido todo, sienten lástima por ella porque se queda muy sola.
Ya llevaba allí un buen rato cuando apareció en el umbral una mujer relativamente joven acompañada de una niña de unos cinco años. Se hace el silencio y los asistentes se miran entre sí. Ella, dubitativa, parece no atreverse a seguir adelante, sigue quieta con la pequeña pegada a ella. Después de una tensa espera aparece la viuda que se las queda mirando, se acerca a ellas con una triste sonrisa, le da la mano a la pequeña, y cogiendo a la mujer del brazo, las invita a pasar. Cuando las tres pasan delante de mí, observo que la niña lleva prendida en la trenza una moña de jazmines.
Autora:
María Luisa Sánchez Rivera
Subido por:
Rubén Pareja Pinilla