Revista Literaria de Estudiantes de la Facultad de Filología – UNED

La razón suficiente

Apenas ha amanecido. El sol todavía conserva un tono anaranjado en su camino ascendente entre las azoteas de la ciudad. “Una mañana bonita, sin duda”, piensa Adrián, contemplando la escena desde el puente. Por un momento casi se olvida de lo que le ha traído allí.

—Ah sí… venía a suicidarme.

—Perdone, ¿me decía a mí?

Se le queda mirando durante unos instantes, hasta comprender lo que ha sucedido. El hombre viste un traje gris y lleva un maletín negro en la mano, sin duda se trata de un oficinista camino de su puesto de trabajo.

—No, no, hablaba conmigo mismo, es una fea manía –entre otras muchas, pensó- que tengo desde que era niño… Aunque por poco tiempo ya.

—Ah bueno, entonces…

El hombrecillo se dispone a continuar su camino, pero antes de dar el primer paso se para en seco y se gira nuevamente hacia Adrián.

—Siento entrometerme, pero me ha parecido oírle decir que se iba a suicidar.

—Así es, pero usted no se preocupe que será rápido. Yo ahora mismo me subo a la barandilla, doy un pequeño saltito y aquí no ha pasado nada. No hay necesidad de hacer una tragedia de esto.

—Ya, pero es que no puede.

—¿Cómo que no puedo? ¿Por qué? –pregunta Adrián, sorprendido-. ¿Es que tiene usted algo en contra? ¿Me lo va a impedir?

—No, no, nada más lejos de mi intención. Creo que me ha malinterpretado o yo no me he expresado bien. Quería decir que si usted se suicida aquí, tirándose desde el puente, va a poner la calle perdida. Podría caer encima de un coche, imagínese el susto del conductor, eso si no provoca un accidente de tráfico. Y yo mire, respeto su decisión, pero no querrá irse de este mundo de esa manera…

—Precisamente, por eso he venido de madrugada, a estas horas hay poco tráfico. Miraré bien antes para no dañar a nadie y causar las menos molestias posibles.

—Es usted muy considerado, sí señor, veo que ha pensado usted en sus congéneres. Si es así, adelante…

El desconocido, que parece no tener intención de irse tan pronto, vuelve a preguntar a Adrián:

—Ya por curiosidad, siendo tan buen ciudadano y me atrevería a decir que parece usted buena persona… ¿Qué razones podría tener usted para suicidarse? Por qué alguna razón tendrá…

—Pues mire, no es que tenga ninguna razón concreta para hacerlo, pero es que tampoco tengo ninguna razón para no hacerlo.

—Pero esa no es razón suficiente, no es que sea un erudito en filosofía, no sé si era Kant…

—Mire —le interrumpe Adrián, un tanto impaciente— tengo que darme prisa, dentro de poco esto empezará a llenarse de gente y me será más difícil proceder. Ayudándose con las dos manos consigue ponerse de pie sobre el muro de cincuenta centímetros de alto que le separa del vacío. Mira hacia abajo: cien metros de caída hasta el duro asfalto de la avenida. De pronto empieza a sentir vértigo y pierde la estabilidad.

Extiende los brazos, moviéndolos rápidamente a modo de aspa hasta que consigue recuperar el equilibrio. Espera a restablecer la compostura y le dice al hombrecillo:

—Encantado de haberle conocido, de verdad que me gustaría seguir conversando con usted, pero es que tengo cosas que hacer en este momento.

—¡Espere! Debe tener una motivación, algo que le haga desear hacerlo…

—El aburrimiento, la falta de objetivos en la vida, yo que sé… —contesta Adrián, cansado de tanta pregunta.

Un coche pasa a toda velocidad, rozando al hombre del maletín, en su interior dos jóvenes, que seguramente vuelven ahora de haber estado de farra toda la noche… Mientras el conductor aporrea el claxon, el acompañante baja la ventanilla y vocifera:

—Tírate ya… ¿A que no hay huevos?

Mientras los dos noctámbulos se alejan en el deportivo rojo, Adrián vuelve a perder el equilibrio a causa del susto. La calle parece dar vueltas a su alrededor. Siente como se acelera su ritmo cardiaco. Una mano aparece junto a sus pies y le sujeta por el tobillo de la pierna izquierda. Es el hombrecillo, que le ayuda a estabilizarse. Adrián se apoya en su hombro y se sienta con cuidado en el parapeto para evitar más incidentes imprevistos.

— Era Leibniz —dice Adrián, aliviado.

—¿Cómo?

—No era Kant, sino Leibniz, quien enunció el principio de la razón suficiente, decía que no se produce ningún hecho sin que haya una razón suficiente para que sea así y no de otro modo…

—Pues yo pensaba que había sido Kant. ¿Podría contarme algo más de ese tal Leibniz? ¿Le parece que continuemos con esta conversación en un café? No he desayunado todavía y me muero de hambre… perdón, no quería…

—No se preocupe —le disculpa Adrián—. La verdad es que yo tampoco he desayunado… con tantas prisas y los nervios… ni me he acordado. A esta hora ya me empieza a entrar el gusanillo.

—Claro que sí, hombre, no puede irse así al otro mundo, con el estómago vacío. Adrián se dispone a bajar del parapeto pero según va a incorporarse se pisa el cordón del zapato izquierdo, que está suelto, da un traspié y sale disparado hacia el vacío. El hombrecillo se lanza sobre él, soltando el maletín que vuela por los aires, abriéndose y desparramando todo su contenido por la calle.

Autor

Ricardo Blanco

Subido por

Rafael Sánchez Pérez