Revista Literaria de Estudiantes de la Facultad de Filología – UNED

Tránsito

El vagón iba medio vacío. Los usuarios del metropolitano y su habitual rictus de una vida presumiblemente rutinaria. Nada indicaba en ellos algo especial; una pasión oculta por el deporte extremo, la música clásica o el ajedrez. Esteban imaginaba en cada uno de aquellos viajeros cualidades extraordinarias. Necesitaba pensar así para no reflejarse en una cotidianidad agobiante. De casa al trabajo y del trabajo a casa; años después ni siquiera. La Gran Recesión había empezado con el runrún amenazante de que viene el lobo hasta enseñorearse por la ciudad de manera sutil pero real. Fastidiosa. Incluso dramática para muchos. “No te preocupes Esteban, saldremos de ésta”, le decían cualquiera de sus pocos, pero estimados amigos. Él pensaba que eso habría que preguntárselo a cada uno de aquellos viajeros que le acompañaban ahora hacia la estación del Callao. Repanchingado de tal manera que la espalda sostenía su cuerpo contra el soporte de uno de los asientos verduzcos vio como las puertas del vagón se abrían para dar movimiento a la marea ciudadana. Dejen salir antes de entrar. Una mujer de treinta y ocho años y tres días se sentó inopinadamente a su lado. “Demasiado clásica para mi gusto”, pensó Esteban. De una belleza sobrenatural, aunque él no quisiera reconocérselo. Alta y más elegante que estilosa. Con una prestancia innata que combinaba condescendientemente un suéter blanco y una falda azul plisada; los zapatos de tacón del tamaño exacto. No necesitaba equilibrismos extremos ni aumentar una altura apreciable. Su rostro lo dominaban dos grandes ojos negros y unas facciones regulares y ampulosas. La media melena remataba una écfrasis imaginaria políticamente incorrecta hoy que la belleza femenina o es comercial o es tabú. Esteban sin saber por qué se sintió incómodo. Un resquemor culpable por el simple hecho de rozar sus caderas con las suyas cuando era algo inevitable en la estrechez de los asientos del vagón. Su piel era cobriza. Ella extrajo un objeto rectangular de una de sus dos bolsas. Era un libro forrado con un precioso papel de regalo con motivos exagonales que brillaba en la rutinaria cotidianidad del vagón. Esteban, como tantas veces había hecho en su vida, miró de soslayo con la curiosidad del lector cautivo. Cuando ella abrió el ejemplar y hojeándolo buscar el alargado toma-páginas que señalaba el tiempo y el espacio de aquel mundo diferente, Esteban acertó con el inmortal título que lo identificaba. Se conmovió. “El amor en los tiempos del cólera”, una de sus novelas preferidas. Levantó la cabeza y volvió a mirar a la mujer sin nombre para encontrarse con un perfil cabizbajo y absorto ya en la exuberante y colorida prosa de aquellas inolvidables páginas. El Caribe y los amoríos pintados por Gabriel, corregidor honorario de Macondo. El olor a trópico no inundó todo el vagón, aunque hubiera debido; su humedad pegajosa y caliente. Sus graznidos animales. Sus gentes altivas que con su ritmo pausado te van acompañado por el cauce fluvial de la imaginación. Porque el tiempo novelero nos recuerda que no hay nada perfecto y menos en el amor. Esteban atesoraba aquella narración entre las brumas de la memoria, pero con la suficiente claridad para explicarle con afecto a aquella desconocida las idas y venidas de los dos amantes de por vida. Sería maravilloso intercambiar unas palabras sobre aquella delicia encuadernada con aquella terrenal mujer con la que ahora sus caderas chocaban. Pero… ¿podía desvelarle la trama sin acabar con el encanto? ¿Era mejor callarse y arrepentirse para siempre? Él no buscaba nada. O sí… Y como pudo se atrevió balbuceando:

– Perdone. Parece un libro de Vargas Llosa. ¿No?

La mujer se levanto pausadamente. Su talle sobresalía curvado ante la mirada absorta de Esteban.

– No- le contestó ella sonriendo-. Y sabes que es de García Márquez. Has venido hablando por lo bajo todo el trayecto. Tránsito Ariza era la madre… Esta es mi estación. Quizá en otra ocasión, ¿quién sabe?

– De eso trata el libro. ¿Quién sabe…? – contestó Esteban.

Cuando la vio partir entre la maleza urbana Estaban solo pudo pensar en tomarse un sorbo literario de la dicha que se nos escapa día a día…

 

Autor:

Eduardo Román Ramírez

Subido por:

Rubén Pareja Pinilla