15/05/2023 – Antonio Álvarez-Benavides (UNED)
El próximo 28 de mayo se celebrarán elecciones en algo más de 8000 municipios, en doce comunidades autónomas y en Ceuta y Melilla. Desde su fundación en 2012, Vox ha concurrido en una veintena de comicios, cuenta ya con representantes en ayuntamientos por todo el territorio nacional, en la mayoría de los parlamentos autonómicos, en el congreso de Diputados y en el Senado. Incluso forma parte del gobierno de Castilla y León. Podría afirmarse que la ultraderecha española, o al menos una parte muy representativa de ésta, ha abandonado la vía golpista, renunciando a la reedición de la dictadura franquista o algún otro tipo de proyecto totalitario para abrazar la democracia.
Las nuevas extremas derechas democráticas
Lo primero que habría que señalar es que este mismo proceso de incorporación de partidos de ultraderecha al juego democrático se viene dando desde hace tiempo y se han intensificado a nivel global en la última década. Fue en Francia, en los años 70 y 80, donde desde el ámbito académico y político comenzó esta vía. La llamada Nouvelle Droite sentó las bases ideológicas y pragmáticas de una extrema derecha capaz de desligarse, al menos formalmente, del programa revolucionario fascista para integrarse en el juego democrático. Front National, de la mano de Jean-Marie Le Pen, se convertirá en el primer gran ejemplo de estos nuevos partidos. Bajo un ideario ultranacionalista, ultraconservador y, especialmente, a través de la articulación de un discurso frontalmente en contra de la inmigración, el “frente” comenzó a adquirir cada vez mayor relevancia en la escena política francesa, para convertirse, al mismo tiempo, en un referente para otras organizaciones, colectivos y actores de ultraderecha, primero en Europa y luego a nivel internacional. La mayoría de las iniciativas que siguieron la estela de FN en el entorno europeo tuvieron poco recorrido o éxito electoral en los 80’ y 90’, no superando generalmente el 5% del electorado. Es con el cambio de siglo, cuando esta tendencia se intensificó en toda Europa, surgiendo nuevos partidos y reformulándose otros, que incluso llegaron a formar gobiernos, y cuando también adquiere una dimensión global.
La proliferación de estas formaciones ha hecho que surjan diversas denominaciones, clasificaciones y tipologías, en base a sus articulaciones, características, ideologías y, especialmente, su relación con la democracia. Esta relación marcaría la línea divisoria entre dos grandes tipos de ultraderechas: la derecha radical, que acepta la democracia como método para acceder al poder político, y la extrema derecha, que sigue apostando por la violencia y por un proceso revolucionario antidemocrático. Sin embargo, todas ellas comparten su rechazo a la diversidad en sentido amplio, son xenófobas, sexistas y se oponen a la pluralidad política; son ultraconservadoras, ultranacionalistas y autoritarias, apuestan por la securitización y militarización de la sociedad; utilizan un discurso político iracundo, plagado de descalificaciones, amenazas y mentiras; y promueven la erradicación o limitación de la mayoría de los derechos civiles y sociales.
La democracia iliberal y el identitarismo
El encaje de la derecha radical en las democracias liberales plantea muchísimas cuestiones, pues históricamente han sido antagonistas, pero la más acuciante es: ¿cómo es posible que partidos políticos cuya ideología se edifica a partir del rechazo al diferente participen en un sistema político cuya base es la igualdad?
Para adaptar una ideología fascistizante y que, consecuentemente, tiene un encaje difícil en los sistemas democráticos, los teóricos de la Nouvelle Droite desplegaron distintos artefactos ideológicos que se han ido actualizado y que han servido para edulcorar alguna de sus posturas más controvertidas. Por ejemplo, su racismo cuasi biologicista se ha disfrazado de etno-diferencialismo o etno-pluralismo, una teoría que surge en los 70’ y que recientemente se ha popularizado, que afirma que estos partidos no solo no rechazan la diversidad, sino que la valoran hasta tal punto que su oposición a las migraciones pretende, justamente, preservar y salvaguardar la riqueza de las diferencias culturales. Del mismo modo, para que su islamofobia no resuene al “problema judío” y al consecuente Holocausto, han divulgado la teoría del Gran Reemplazo, que sostiene que las poblaciones tradicionales europeas (y occidentales) y sus valores están siendo sustituidas por otras poblaciones, principalmente musulmanes, cuyas tradiciones, prácticas, valores y religión son eminentemente peores. Ha sido precisamente durante el s. XXI cuando estos preceptos rearticulados en torno al denominado “identitarismo” han sido masivamente distribuidos a través de Internet, cambiando las formas tradicionales de captación de los colectivos ultras, y calando, por tanto, entre muchos más individuos.
La normalización e incorporación de estas ideologías, partidos y prácticas políticas ha tenido consecuencias nefastas para la democracia liberal, que despojada de sus valores fundamentales muta hacia la llamada “democracia iliberal”. Se trata de una democracia en la que una ciudadanía desposeída de derechos civiles básicos, como la libertad de opinión, credo, ideología, protesta o reunión se limita, básicamente, a votar. Estos “sistemas democráticos”, fuertemente autoritarios y ultranacionalistas, en los que la separación de poderes se difumina y en los que se violan sistemáticamente los derechos de la ciudadanía, han sido abrazados con firmeza por las ultraderechas, que con la legitimidad pública que les da el paraguas democrático (el voto), han podido desarrollar una agenda política que consiste precisamente en ir eliminando poco a poco las bases fundacionales de la democracia liberal (la igualdad), cuestionando sus pilarles fundamentales (los derechos políticos, civiles y sociales), y vaciando de sentido y resignificando sus prácticas e instituciones (la separación de poderes y la justicia social). El motivo es, paradójicamente, salvar la democracia de sus enemigos, internos y externos.
Vox, un partido constitucionalista
Vox ha interiorizado rápidamente las prácticas, tácticas y discursos de las nuevas derechas radicales. El partido ultra se reclama como el verdadero partido constitucionalista. Reivindica la democracia y sus instituciones, eso sí, siempre que se amolden a sus intereses político-económicos y a su ideario ultranacionalista, ultraconservador y neoliberal. Si a principios del s. XXI Nancy Fraser y Axel Honneth (2006) debatían sobre el futuro de la justicia social y la reconfiguración de las reivindicaciones de redistribución o reconocimiento, el proyecto democrático de Vox pasa, precisamente, por negar estos dos grandes campos de desarrollo de la democracia. Su visión ultraliberal promueve un estado reducido al mínimo en cuanto a la protección social, pero al mismo tiempo convertido en un Leviatán garante de una identidad nacional cuyos límites están férreamente establecidos y de la que desaparece cualquiera que no asuma su ideario.
Vox ha solicitado la ilegalización de los partidos independentistas, comunistas y todos aquellos que colaboran o gobiernan con éstos. Pretende eliminar el Estado de las autonomías y centralizar todas las competencias en materia de diversidad cultural y lingüística. En sus programas electorales ha asegurado que derogará leyes como la de prevención de la violencia de género, la de memoria histórica, todas las leyes LGTBIQ+ (incluidas la de matrimonio de personas del mismo sexo y la ley Trans), las leyes de promoción de la igualdad (eliminando el derecho al aborto y la ley de libertad sexual) o la ley de muerte digna. Al mismo tiempo pretende aprobar medidas como la cadena perpetua; repatriaciones en caliente, expulsión de inmigrantes irregulares o que comentan delitos (además de la retirada de la ciudadanía); la supresión de ONGs feministas, LGTBIQ+, de ayuda a los inmigrantes o consideradas ideológicas; la defensa de las terapias para “curar a los gays” y de la segregación escolar, o la prohibición de las charlas sobre género y educación sexual en los centros públicos.
Sorprendentemente, Vox se siente cómodo dentro de la democracia española, pues sus instituciones le han proporcionado la cobertura y legitimidad necesaria para poner en marcha su agenda política. La judicatura ha sido uno de sus grandes aliados. Vox ha denunciado a políticos, periodistas, activistas y a todo aquel que cuestiona su carácter democrático o su ideología, incluidos casos tan lamentables como su denuncia a Proactiva Open Arms por promover la inmigración ilegal (denuncia admitida a trámite e investigada por la Audiencia Nacional). En esa misma línea, ha interpuesto demandas basadas en bulos o a sabiendas de que son falsas, como a la ministra Irene Montero por promover la pederastia. A pesar de que la mayoría de los casos son sobreseídos, el mero hecho de ser tramitados y publicitados en los medios provoca cierto grado de verosimilitud entre la opinión pública, a la par que legitima esos discursos y prácticas.
Lo mismo sucede con los parlamentos, desde los que descalifica, insulta, miente, difama y señala. Los exabruptos de sus cargos públicos son tan comunes como notorios, y sus objetivos variados, destacando los miembros del gobierno de coalición, y de nuevo, la ministra de Igualdad, acusada de liberar a violadores, callar cuando una madre asesina a su hija o cuando un violador es inmigrante, y de ocupar su puesto por acostarse con Pablo Iglesias. Evidentemente, la actividad ejecutiva de Vox sigue la misma línea. Por ejemplo, en Castilla y León, donde gobierna con el PP, ha eliminado las subvenciones para empresas que contraten a mujeres víctimas de violencia machista, ha suprimido la contratación de agentes de igualdad, las partidas a sindicatos y patronal para la promoción del empleo, el diálogo social y la prevención de riesgos laborales, y las ayudas para las mujeres rurales. Igualmente, ha intentado limitar el derecho al aborto modificando los protocolos para, por ejemplo, obligar a las mujeres a oír el latido del feto antes de abortar.
El futuro de la democracia
La multiplicación de casos como el de Vox hace preguntarnos por cómo imaginamos la democracia, sus límites y su futuro, pues no puede ser otra cosa que un proyecto colectivo en el que participamos y que construimos entre todas/os. Sin embargo, Vox utiliza la democracia y sus instituciones para deshacer y no para construir, para retroceder y no para avanzar. No pretende ampliar los derechos o la protección social, no plantea políticas redistributivas o de mejora de la calidad de vida de la mayoría, no promueve el reconocimiento y los derechos de las minorías, sino todo lo contrario. Decía Norberto Bobbio (1986: 30-31) que la democracia no está fuera de los ideales que la originaron: la tolerancia; la no violencia; la renovación gradual de la sociedad mediante el libre debate de ideas y el cambio de la mentalidad y la manera de vivir; y la fraternidad. Vox imagina una sociedad y practica una democracia en la que solo caben ellos y en la que estos valores son sustituidos por sus opuestos: la intolerancia, la violencia, la negación de la igualdad y de la pluralidad de formas de vida e identidades, y el racismo. Las próximas elecciones del día 28 son esenciales, pues marcarán el futuro de nuestra democracia. No se trata solo de elegir una serie de representantes públicos, sino también de legitimar y dar cabida en nuestra sociedad presente y futura a los discursos y las políticas de odio de la ultraderecha y de quienes sin escrúpulos la apoyan o gobiernan con ella.
Bobbio, Norberto (1986). El futuro de la democracia. México D. F.: Fondo de Cultural Económica.
Fraser, Nancy y Honneth, Axel (2006). ¿Redistribución o reconocimiento? Un debate político-filosófico. Madrid: Morata.