Revista Literaria de Estudiantes de la Facultad de Filología – UNED

El cumpleaños

Volví a notar el nudo en el estómago, ese malestar que me había acompañado tantas veces. Miré a mi alrededor observando a mis hijos Pedro y Lucía, a mis nietos y a mi mujer. Estábamos celebrando mi sesenta y cinco cumpleaños:

  • Vamos Papá, apaga las velas.
  • Sí abuelo, cierra los ojos y pide un deseo − Mi nieto Carlos se vino hacia mí y me dijo al oído − cuando sea mayor quiero ser como tú.

Le cogí la cara y lo apreté contra mi pecho, en ese abrazo en silencio le pedí que por favor NO.

Qué poco me conocían, no sabían nada. Cómo podían imaginar que su padre no era lo que ellos creían, que los había tenido engañados siempre.

Carmen, mi mujer, me miraba y me alentaba a apagar las velas, ella era la más perjudicada, la más engañada, la estafada. La que después de cuarenta años seguía pensando que era la mujer de mi vida. La quería, claro, es la madre de mis hijos, la que los ha cuidado, a ellos y a mí. Pero no había sido nunca la mujer de mi vida.

Tenía otra vida, mi auténtica vida, con la que soñaba, con la que me estremecía, la que añoraba y la que no podía vivir.

Miraba a Carmen y sufría por ella, no se merecía esto, es una gran mujer y me adora, aunque no cumpla con ella. A veces la veo absorta y, aunque le hable no se entera y me pregunto, ¿lo sabrá? ¿lo quiere saber? 

Dejó de trabajar cuando nos casamos, yo no la obligué, trabajaba en unos grandes almacenes y casualidades de la vida, según ella, la deslumbré. Yo no había tenido novia antes y me pareció perfecta para el cometido, sencilla, tímida, conservadora y muy religiosa. Su vida al casarse mejoró, mi posición económica era muy holgada, éramos como se suele decir “de buena familia”. Nunca quiso ver más allá; su casa, su marido y sus hijos.

Los miro y me pregunto, cómo van a aceptar mi gran verdad, que dirán, cómo reaccionarán cuando lean la carta escrita hace tanto tiempo. ¿Por qué he esperado tanto?

Pero tengo que hacerlo. Se lo debo a ellos, a mí mismo, y sobre todo, se lo debo a él. No nos quedaba tiempo que perder, no habría otra oportunidad.

Agarrando fuertemente la carta que llevaba en el bolsillo de mi chaqueta, cerré los ojos y soplé las velas.

Autora

María Luisa Sánchez Rivera

Subido por

Rafael Sánchez Pérez