El niño miraba hacia el órgano de tubos en la parroquia. Allí, donde los ángeles que tocaban trompetas. Ese era el divino sonido que escuchaba y no el mundanal ronquido de los tubulares dorados. Luego, se sentaba en la sillería del coro, donde descendía aquella solemnidad de viento. Aún no sabía el niño quién era maese Pérez ni había oído hablar del poeta melancólico que sacaba más realidad de la mentira que de la verdad. De las ánimas que de los vivos. Entonces, aún vivía el niño la felicidad del agua: se dejaba llevar y fluía, transparente, el asombro. Callaba la música. Una lluvia de latines caía en la iglesia. Desde la puerta de la epístola, donde las parrillas sobre el fuego, a la puerta del evangelio que daba a la plaza chica. Desde el retablo mayor, donde san Lorenzo daba limosnas a los pobres, al muro de la Virgen pintada que entonces no se veía. Volvía a sonar la música, el niño se ponía de pie, miraba de lejos al señor cura de espaldas. Todo había terminado. De la mano del padre, el niño salía a la plaza. Lánguida luz de la noche temprana.
Autor
Francisco Gallardo Rodríguez
Subido por
Rafael Sánchez Pérez