Nunca olvidaré la emoción que sentí al contemplarla. Era la mujer más bella que había visto en mi vida. Su cabello oscuro y ordenado le proporcionaba un aspecto de serenidad. Después de contemplarla encandilado, la llamada de la realidad me dijo que reaccionara.
La desvestí con sumo cuidado y la lavé. No parecía molestarle que el agua estuviese tan fría. Pensé en ello, pero sabía que estaba haciendo lo correcto. Delicadamente la coloqué sobre la sábana blanca. Desnuda. Desnuda y bella. Sobre aquel inmaculado lienzo.
Le apliqué una ligera base de maquillaje. Un tono claro, porque ella era pura luz. Luz blanca. Demasiado blanca. Tuve sumo cuidado al pasar la esponjita de maquillaje por la zona de la nariz; tenía un piercing. Un arete. Pequeño. Le daba personalidad. En la zona del cuello es donde más tiempo me entretuve. Tenía que ocultar con mi paleta de colores aquella marca tan hiriente. Algunas cicatrices no se borran nunca, pero se pueden ocultar para que no duelan a la vista. Porque hay heridas que nunca cierran y sufrimientos eternos como el del mismo Sísifo, o Prometeo… o la familia de la joven Annie. Porque ese era su nombre. Me gusta saber sus nombres mientras estoy con ellos. A veces les hablo. No por cortesía. No. Sino para hacer que se sientan mejor. Ellos son siempre lo primero. Por eso los llamo por sus nombres. Esos detalles le agradan a todo el mundo.
Me habían dejado preparado un vestido negro. En la parte superior llevaba encaje. Lo vi demasiado serio para la ocasión. Si yo hubiese sido la persona encargada de elegir la ropa para ese momento tan crucial, jamás la hubiese vestido de negro. De blanco tampoco. No. La palidez de su rostro era tan exquisita que se hubiese apagado si la hubiésemos vestido en tonos claros. Pero el negro tampoco le sentaba bien. ¿Por qué no engalanarla con un largo vestido repleto de colorido? ¿Por qué no adornarla con flores tapando su desnudez? Flores y perfumes sobre la sábana blanca. Solo eso le pondría. Cualquier otro elemento estaría de más. Pero yo cumplo órdenes y le tenía que poner aquel vestido tan solemne.
La cogí en brazos. Era ligera. Sin dificultad la coloqué dentro de la caja. No me gustaba verla ahí dentro. ¿Por qué le elegirían aquel maldito vestido negro? Noté que una lágrima caía por mi rostro. No se llora mientras se trabaja, me dije enojado. Me sentía profundamente conmovido por disponer tan solo de unos minutos antes de perder de vista esa joven tan bella. Era la hora de despedirnos. Le coloqué sus bracitos pálidos sobre el pecho. En la sala la temperatura era tan baja que me pregunté, otra vez, que si no tendría frío. Me daban ganas de ponerle por encima una manta. Pero el semblante de Annie me decía que estaba bien. Que no tenía frío. Ni calor. Ni nada.