Revista Literaria de Estudiantes de la Facultad de Filología – UNED

La voz de un otoñal a la deriva

 -Me gusta en las mujeres ese pelo que huele como el agua de la lluvia.

          Pascual sabía siempre entretenerse, parar en una barra y contar algo, decirle lo evidente al camarero y hablar más de la cuenta con el prójimo.

          -No quiero los perfumes habituales ni las extravagancias de lo caro: prefiero el agua limpia, la pureza que sabe a pulcritud en el cabello, la frente y la nariz, la misma boca, los dedos que me rozan de mañana.

          Borracho, alcoholizado como siempre, hablaba con un tono desusado, sabiendo su ventaja sobre el mozo, que, allí, lavando tazas y cucharas, perdía la paciencia, resignándose, diciéndose en voz baja que es preciso tratar con suavidad a la clientela, mimarla y hechizarla con encanto.

          -Me gusta en las mujeres, muchas veces, el aire cristalino de la brisa, los besos transparentes de esa brisa que estrena cada abril toda la esencia que envidia el mar, con todo su salitre, después de prolongarse en las arenas, si quieren las espumas, en su abrazo, llegar hasta la playa con las olas.

          Pascual, que era pesado como él solo, hablaba del amor como una cosa que pueden tener todos los que quieren, y el caso es que, de pronto, como amante, tan solo era un borracho en una barra, hablando del amor desconocido, perdido en el ayer y en los recuerdos que mueren como un sueño en la memoria.

          -Y sueño con mujeres que comprenden que debe ser así, que los perfumes, la esencia y los aromas más extraños son algo artificial que yo repudio. Me gusta en las mujeres esa bruma que alumbra claridades infinitas, que enciende claridades infinitas, con ese olor a nada y a limpieza.

          Pascual, en otro tiempo, siendo joven, fue amante y las mujeres lo buscaban. Después, llegó un momento en que quería cazarlas como a bellas mariposas, pero ellas escapaban de sus brazos, mofándose del viejo, del vejete que andaba tras los pechos y las curvas de aquellas hetaíras de la noche.

          -Me gusta en las mujeres la mirada, la luz de su mirada, con sus brillos.

          A veces, suponía que la gente quería estar atenta a sus historias:

          -Me gusta en las mujeres la dulzura que nace de la luz de su mirada.

          A veces, se expresaba como suelen los genios que cultivan la poesía.

          -Usted -le replicaba el camarero, con algo de cinismo, al escucharlo, se expresa como un hombre de la tele. Parece un escritor o un hombre sabio.

          Pero él era un artista sin talento, sin público, si fe y sin obra alguna. Y un hombre que no escribe alguna página se siente un ser privado de existencia.

          -Me gustan las mujeres cuando tienen el pelo tan hermoso como el alba.

          Miró hacia los cristales y supuso la luz de la mañana en lo lejano:

          -Me gusta ver la aurora, y, al rozarla, decirle que es mujer cuando aparece.

          El joven se supuso que la Aurora podría ser tal vez alguna chica.

          La noche se apagaba lentamente, moría la poesía de las calles, tan solo caminaban los mendigos el suelo helado y triste del invierno. Pisaban el asfalto que sabía llorar con ellos toda la miseria que tienen esas noches que no acaban con toda la pobreza de este mundo.

          -Ya vamos a cerrar -le dijo el mozo, prudente y educado-, se hace tarde.

          Pascual quería más de su jarabe y el cuerpo le pedía aquel veneno que llega hasta las venas y recorre el cuerpo y la cabeza, derrumbándola, hiriendo cada parte, destrozándola, quemándola con fuego corrosivo.

          Salieron a la calle sin apuro y el sol estaba lejos de mostrarse. La noche, prolongándose a su antojo, quería ser la dueña de los cielos, llenando con sus sombras el entorno callado y miserable de lo oscuro.

          -Nos vamos ya, que es tarde -le dijo indignamente al camarero.

          La lluvia no tardó y el aguacero llegó como un amigo inoportuno.

          -Parece que he olvidado mi paraguas -le dijo al camarero, lamentándose, después de ver el agua que caía. El chico entró en el bar y fue a buscarlo.

          -Tal vez debe ser este -oyó de golpe. Le hablaban desde dentro y él miraba.

          Y todo fue avanzar bajo esa lluvia serena de la noche peregrina, llegando hasta la costa, donde el golpe brutal y despiadado de la espuma se hacía como un golpe de timbales, lejano y sordo, ronco pero suave. Y vio que estaba solo de repente, que el alba se anunciaba entre cortinas: llovía con tal gana que era fácil pensar que aquel chubasco interminable, sus ecos en la calle y el asfalto, sus ruidos y rumores encendidos, hablaban del amor, pero a deshora, volviendo a sugerir lo sugerido. Pascual, obsesionado con el alba, con mares, con espumas y mujeres, quería que jamás se perfumasen, decía que era lógico pedírselo.

          -Me gusta en las mujeres ese pelo que huele como el agua de la lluvia.

          Pascual, con estas cosas, suponía que hacía su papel con elegancia.

          Y, luego, porque el cuerpo pide cama, lo vieron las gaviotas retirarse, fugarse de ese campo de batalla que suele ser la noche moribunda. Su piso lo esperaba, y, en su piso, la triste soledad en la que esperan las horas de resaca al mediodía, si acaso despertaba a mediodía -Pascual, bajo la lluvia de la noche, tan solo era un borracho impresentable-.

          Después, todo es mirarse en el espejo y, habiéndose mirado atentamente, querer hacer recuento de las cosas que hubieron sucedido por la noche. Y es siempre muy difícil hacer eso, buscar en el recuerdo lo ocurrido. Y verse en el espejo con resaca también es experiencia deprimente para esos que creyeron que tenían el mundo ante sus pies, cuando eran jóvenes. La edad, que no perdona, nos acerca las sombras en que queda lo que fuimos. Entonces, comprendemos que no somos lo mismo que soñamos hace tiempo. Y queda la bebida como excusa, salir como una lancha sin un rumbo, perderse en la marea de los vasos, dejar que nos arrastre y ser los náufragos perdidos en los mares de la noche, buscando el tronco recio al que agarrarse, buscando el tronco recio entre la nada, contando a los extraños lo más íntimo.

          Gijón, a media luz cuando amanece, mirando la belleza de los cielos, debajo de una lluvia sin clemencia que mancha los espacios transparentes y cae sobre la arena de la playa -también sobre las olas y en la espuma-, nos habla de las noches agitadas de todos los borrachos y mangantes. Gijón, porque Gijón es tan abierto, permite que retiren sus escuadras el golfo, el bebedor y el codicioso de los licores varios de los bares, los “pubes”, los bochinches y los antros; perdona sus pecados y sus culpas, los deja replegarse a los cuarteles del sueño, en el que encuentran el alivio. Gijón, porque su ambiente es tan variado, no impone a horas tardías esas normas tan rígidas de pueblos religiosos y villas gobernadas por los párrocos que siempre están gritando desde el púlpito las faltas y pecados del vecino. Aquí quien bebe, bebe, y no es posible negar al peregrino su alimento.

          Tras años de silencio y un espíritu cordial con todo el mundo, existen los que sienten que, en el fondo, su lucha es intentar no derrumbarse, buscar no derrumbarse en el camino complejo de existir ante las dudas que nacen del espejo, los temores que vienen con la edad y tantas cosas. Y, siendo ya la edad considerable, no es lógico que un hombre tenga dudas, temores, sentimientos que son propios de gente adolescente que comienza. En fin, era inseguro, y la bebida lo hacía sentir bien y lo salvaba del miedo y los pesares que aparecen cuando uno ya ha perdido la confianza. Existen los que pierden la confianza. Hay gente que lamenta su destino: no saben comprender que hay ciertas cosas que vuelan como el pájaro que migra. De pronto, llega un día en que comprenden que todo lo ganado se ha perdido, que ya no son capaces, en sus logros, de amar a una muchacha veinteañera. Es triste que alguien sufra, suponiéndose tal vez un solitario son arreglo: se vuelven marionetas del destino, lamentan esa suerte que les toca. Y, a veces, el alcohol es un refugio, si, mientras, se desata la tormenta.

          Él era un otoñal a la deriva, buscando redención en cada copa.

Autor:

José Ramón Muñiz Álvarez

Subido por:

Rubén Pareja Pinilla