No sabía el niño que el colegio de los maristas era un hotel, Bristol le llamaban, el año que nació madre. Cuando la Exposición Universal en el que a Sevilla llegaba gente extranjera, extraña, que bebía vino blanco en la taberna “La Elegancia”. No debe existir nombre más selecto para una bodega. Estaba en la misma calle del colegio, la de la Imprenta del Sol de Américo, donde el niño descubriría el mundo con siete lápices, una goma y un mapa sin colorear. Crecer es una complicación que necesita más cosas para hacer la vida simple. Entonces, cuando el colegio, estaba claro. Andar es caminar. La lluvia es agua que cae. Un niño es un hombre que tardará tiempo en serlo. Para llegar al colegio de las columnas blancas había que tomar calle arriba la calle Jesús del Gran Poder, de las Palmas todavía la llamaban algunos. Para llegar a la hermosa escuela donde correr detrás de una pelota gorila, un diminuto balón de fútbol verde, que premiaba a los niños con zapatos grandes. Por allí, un poco más arriba, un poco más abajo, había nacido Ignacio Sánchez Mejías, el hombre, el torero, que trajo a la ciudad a poetas, muchos poetas, antes que madre naciera. Padre, entonces, era un niño grande, quizás feliz, antes de la barbarie. A veces te llevaba al colegio, y tú no querías, porque la primera obligación del niño es querer ser mayor. Para luego obedecer la primera obligación de los mayores que es volver a ser un niño. Para entender, de verdad, las cosas que se aprenden.
Autor
Francisco Gallardo Rodríguez
Subido por
Rafael Sánchez Pérez
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