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CINE | 10 de octubre. Día internacional contra la pena de muerte



Fernando Reviriego Picón – (Profesor de Derecho Político UNED)

A finales del siglo XVIII Cesare Beccaria definió la pena de muerte como una “inútil prodigalidad de suplicios, que nunca ha conseguido hacer mejores a los hombres”. Fue en esa época, al cobijo de trabajos como su Dei delitti e delle pene, incisivo en su idea de limitación del poder punitivo, o las Osservazioni sulla tortura de Pietro Verri, cuando el humanismo ilustrado inoculó en el ámbito penal una sensibilidad diferente. 
Hasta ese momento, la pena de muerte, en conjunción con otra amplia panoplia de castigos corporales como por ejemplo la mutilación, venía siendo la pena por excelencia en las diversas civilizaciones y épocas. De alguna forma, la prisión no era sino un mero lugar de tránsito o custodia hasta la ejecución de la condena. La situación del Derecho punitivo hasta ese siglo se caracterizó por una amalgama de castigos heterogéneos, caóticos, desiguales, rigurosos, crueles y arbitrarios en los que el leit motiv no era otro que el miedo.
Se humanizarán procedimientos y penas, generalizándose la prisión como forma generalizada de condena. 
No obstante ello no provocó la desaparición de aquélla, aunque afortunadamente poco a poco fue yendo en recesión. En la última década más de treinta países la han abolido. Según los informes de Amnistía de Internacional los cinco países en que más condenas a muerte se sentencian son Arabia Saudí, China, Estados Unidos, Irán y Yemen; China es, dentro de estos cinco, quien presenta las cifras más elevadas. Una condena que en algunos de estos países se llega a aplicar para delitos como homosexualidad, adulterio, blasfemia, etc., e incluso a menores de edad, personas con retraso mental severo, etc..
En nuestro país, fue la Constitución de 1978 la que la abolió en su artículo 15, aunque con una excepción. Recordemos el tenor literal de dicho artículo: “Todos tienen derecho a la vida y a la integridad física y moral, sin que, en ningún caso, puedan ser sometidos a tortura ni a penas o tratos inhumanos o degradantes. Queda abolida la pena de muerte, salvo lo que puedan disponer las «Leyes penales militares para tiempos de guerra”.
Hubo que esperar una década, noviembre de 1995, para proceder a su abolición. No podemos dejar de apuntar lo simbólico de la fecha elegida en tanto que se cumplían veinte años desde la última pena de muerte aplicada en nuestro país: el fusilamiento de varios miembros de ETA y de FRAP en septiembre de 1975; ni tampoco que apenas un año antes de estos hechos se había aplicado, también por última vez, el terrible y medieval garrote vil.

Pena, el “garrote” que en todo caso cuando se instauró en nuestro país, fue considerado un rasgo de humanidad. Recordemos que fue en 1823 cuando se abolió la pena de muerte en horca instaurando como la ordinaria la muerte en garrote, y todo ello por decisión de  nuestro “deseado” Fernando VII, para celebrar el cumpleaños de su mujer la Reina. Veamos el texto que antecedió a dicha reforma: “Deseando conciliar el último e inevitable rigor de la justicia con la humanidad y la decencia en la ejecución de la pena capital, y que el suplicio en que los reos expían sus delitos no les irrogue infamia cuando por ellos no la mereciesen, he querido señalar con este beneficio la gran memoria del feliz cumpleaños de la Reina mi muy amada esposa, y vengo a abolir para siempre en todos mis dominios la pena de muerte por horca; mandando que adelante se ejecute en garrote ordinario la que se imponga a personas de estado llano; en garrote vil la que castigue delitos infamantes sin distinción de clase; y que subsista, según las leyes vigentes, el garrote noble para los que correspondan a la de hijosdalgo”.


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El cine se ha acercado desde sus inicios a esta cuestión, la pena de muerte, desde diferentes ópticas; desde la denuncia, en buena parte de las ocasiones, sobre la base de su inhumanidad, aunque también en otros momentos desde una óptica justificadora asentada en criterios de seguridad o protección societarios. 
Trataremos de abordar ahora en este POST del BLOG de Mediateca algunos aspectos que consideramos pueden tener un mayor interés a la hora de valorar este acercamiento, y especialmente los de la vinculación de la pena con la exclusión social de los condenados, el error judicial o la irreversibilidad de la pena, mas sin dejar de lado otros como la organización política, el papel de la prensa, etc. 


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Un tema recurrente de las películas que lo han abordado ha sido el de la exclusión social; el origen social de los reclusos, racial también… “-No hay millonarios en el corredor de la muerte” dirá  Mattew Poncelet (Sean Penn) en Pena de muerte (1995, Tim Robbins); algo parecido a ese “-¿Ha visto algún millonario freírse en una silla” de “Dick” (Scout Wilson) en A Sangre fría (1967, Richard Brooks). 
El sempiterno “perdedor social” del que nos habla Rivaya. Perdedores, incultos, drogadictos, timadores del guetto, esquizofrénicos, como  se recuerda en La vida de David Gale (2003, Alan Parker).
Como recordaba Ebenezer Scroodge en la célebre novela de Charles Dickens, Cuento de Navidad, al comienzo de la historia, cuando, previo que comiencen a aparecer los fantasmas de navidades pasadas, presentes y futuras, le pedían dinero para los pobres: “-Cómo, ¿ya no hay cárceles?”.
Una tema en el que se insistirá en muchos procesos, sobre todo en la fase última, cuando ya condenados, apenas queda una última instancia o la esperanza del indulto; como vemos por ejemplo en la Comisión de apelaciones en los alegatos del abogado defensor  (Robert Prosky), en Pena de muerte (1995, Tim Robbins). La diferencia entre poder pagarse un abogado y no hacerlo. El relato de lo realizado por el abogado de oficio durante el juicio en que es condenado a muerte resulta en buena medida tragicómico: un jurado elegido en cuatro horas cuando suele ser un tema complejo, ninguna objeción durante el proceso… “-Puedo asegurarles que si fuera pobre no estaría aquí”, se incidirá con escaso éxito en la apelación. “-Hay dos clases de leyes: una para los ricos y otra para los pobres”. Cabe recordar también el debate entre el  profesor, activista contra la pena de muerte, David Gale (Kevin Spacey) y el Gobernador del Estado, “-Cuarenta y tres personas condenadas a muerte durante su mandato fueron defendidas por abogados inhabilitados o sancionados. Hay dos personas en el corredor de la muerte hoy cuyos abogados se quedaron dormidos en el turno de repreguntas. Este sistema de locos es defectuoso e insensato y un sistema defectuoso matará a personas inocentes”, La vida de David Gale (2003, Alan Parker).  
Algo similar, aunque por tema racial, a lo visto en Los chicos de Scottsboro (2006, Terry Green) “En su humilde opinión, ¿estaría aquí sentado si fuera usted negro?”; la respuesta es clara: “Culpables o inocentes quítennos de encima a esos negros”.. Un tema visto en infinidad de películas Sargento negro (1960, John Ford), Matar a un ruiseñor (1962, Robert Mulligan), etc. Y en un sentido contrario, la rebuscada excusa de la opresión racial (en el caso concreto de japoneses sobre coreanos) para la comisión de delitos, como hace la hermana del condenado (R.) en El ahorcamiento (1968, Nagisa Oshima).
La vida e historia de los condenados suele ser en muchos casos intercambiable. Familias desestructuradas, con bajos recursos económicos y sin apenas esperanzas de salir de sus ghettos respectivos: Mattew Poncelet (Sean Penn) en Pena de muerte (1995, Tim Robbins), Barbara Grahan (Susan Hayword) en Quiero vivir (1958, Robert Wise), «Dick» (Scott Wilson) y  «Perry» (Robert Blake) en A sangre fría (1967, Richard Brooks), podrían servirnos de ejemplo. 
De tenor diferenciado por la carga política que está en el trasfondo de la condena, aunque también con una extracción humilde en los condenados, sería el caso de Sacco y Vanzetti (1971, Giuliano Montaldo), basada, como es sabido, en una historial real acontecida en los Estados Unidos de los años veinte bajo los ecos de la Revolución Rusa y el miedo a la extensión de sus ideas; “el simple hecho, querido padre..”, reza la balada de Joan Baez que sirve de hermoso fondo a la película, “..es que somos pobres..”. Basada también en una historia real en el Chile de los años sesenta, y rodada pocos años antes del golpe de estado de Pinochet, El chacal de Nahueltoro ¡Muerte para un criminal (1969, Miguel Litín) nos muestra una sociedad pobre y miserable y personajes más pobres y miserables como el asesino José del Carmen Valenzuela Torres (Nelson Villagra); en palabras de su abogado defensor “-Una vida miserable, de sufrimientos, de malos tratos, ambiente que le formó una personalidad anormal sin respeto por el orden y la moral”.
Las películas que tienen la pena de muerte como elemento determinante o importante de la trama nos ofrecen diferentes cuestiones sobre esta temática: la inocencia (o culpabilidad) del acusado, la irreversibilidad de la pena, los sujetos del proceso, etc.
Muchas de ellas, la gran mayoría, con cierto afán militante, se enfrentan al hecho de la inocencia del acusado o acusados. Falsos testigos, pruebas prefabricadas, irregularidades en el juicio, elecciones cercanas que condicionan todo.. 
En un elevado número de casos (dentro del cine norteamericano) por cuestiones de discriminación racial como en Los chicos de Scottsboro (2006, Terry Green): “-El juzgado de doce granjeros blancos tardó veinte minutos en declararles culpables. Estamos hablando del sur. No encontrarás un jurado que absuelva a un grupo de chicos negros acusados de violación”.
En estos casos el tema se va por esos recovecos y el espectador, cuando el debate principal es la pena de muerte, todo lo más puede abogar por eliminar (caso de que llegue a planteárselo) esa pena por sus posibles errores (aquí el error es irreversible..). 
Como destaca Rivaya, al hilo de Intolerancia (1916, David W. Griffith) y el error judicial que deriva en una condena a muerte, «el fallo este caso es absolutamente irreparable, lo que sirve para reforzar, por medio de una emoción dramática, el atractivo de la trama» para terminar preguntándose si «¿No deberíamos hablar entonces de (t)error judicial?».
Una temática, los errores del sistema, aunque aquí con la colaboración activa del propio condenado, que busca su condena a muerte para denunciar posibles errores  en su lucha por la abolición de dicha pena, es abordado en La vida de David Gale (2003, Alan Parker): “-Muerto podrá conseguir todo por lo que luchó y que no pudo conseguir en vida”. 
En otros casos, donde la culpabilidad del acusado es irrefutable, el debate se vuelve más reflexivo, más duro, más complejo y más cierto. Como preguntan a la hermana Hele Prejean en Pena de muerte (1995, Tim Robbins): “-Porqué lo hace hermana? ¿Compasión? No es James Cagney acusado por equivocación”.
Todos hemos visto, por ejemplo, cómo el campesino de No matarás (1988, Krysztof Kieslowski) ha cometido el crimen. No hay duda de ello. Lo hemos visto prepararlo durante toda la película y aunque en algunos momentos podemos verle más humano (en la cafetería sonriendo a la niña que golpea la ventana, en la tienda de fotografía cuando quiere hacer una copia del retrato de su hermana pequeña fallecida, en la prisión cuando se reúne con su abogado poco antes de su ejecución..), le vemos como un monstruo con el no querríamos cruzarnos. Pero, aún en esos casos, ¿debe admitirse que el Estado se sirva de esta pena? 
También hemos visto los terribles actos de M. (Peter Lorre) en El vampiro de Düsseldorf (1931, Fritz Lang), pero, ¿acaso, no nos asalta un acongojo cuando es llevado delante de un juzgado popular en la fábrica de licores, que finalmente (aunque será salvado por la llegada de la policía) lo condena a muerte? “-No tenéis ningún derecho a hacerme esto. ¡No lo tenéis¡”, gritará aterrorizado. Habla de derechos quien no los respeta pero ¿legitima eso la actuación que cercena la vida humana?
El proceso que puede llevar a la pena de muerte, bien con jueces ordinarios o con la propia institución del jurado, con sus debates y dudas propias del momento, con la importante responsabilidad que se asume. 
Inolvidable Doce Hombres sin piedad (1957, Sidney Lumet) y su jurado numero 8 (Henry Fonda), todo con la previa y necesaria instrucción del juez: «-Un hombre ha muerto y la vida de otro esta en juego. si existe una duda razonable deberán emitir un veredicto de inocencia, si no, de culpabilidad«.
Y, verdaderamente, la suerte (el juez, el jurado..) en no pocas ocasiones juega un importante papel.  Como dice el juez al abogado defensor en No matarás (1988, Krystof Kieslowski) “-Su alegado ha sido un maravilloso discurso sobre la pena de muerte.. la sentencia podría haber sido distinta; ud. no ha cometido ningún error ni como abogado ni como hombre. Le habría ido mejor con otro juez”. A veces el problema es el juez, a veces el fiscal, como en la reciente Más allá de la duda (2009, Peter Hyans) o el sistema en su conjunto como en la película, de idéntico título, de la que ésta es un flojo remake, Más allá de la duda (1956, Fritz Lang). Sobre estas cuestiones, de excelente factura, El proceso Paradine (1947, Alfred Hitchcok).  
Lo cierto es que si cualquiera estuviéramos en un proceso de estas características querríamos tener de nuestro lado a quien ha sido calificado como el mayor héroe del cine de todos los tiempos (por encima incluso de Indiana Jones o James Bond..) el abogado Atticus Finch (Gregory Peck) de la maravillosa Matar a un ruiseñor (1962, Robert Mulligan). Aunque lo cierto es que tampoco Lincoln (Henry Fonda, en una excelente caracterización) en El joven Lincoln (1939, John Ford) sería una mala opción. Aunque, personalmente, nos resulta más atractivo un letrado con sus “pecadillos”, nada puritano, como Sir Wilfred Roberts (Charles Laughton) –Testigo de cargo (1958, Billy Wilder)-.
Lo que nunca querríamos tener es un juez como el de Sophie Schol. Los últimos días (2005, Marc Rothemund), Roland Freisler (André Hennicke), Presidente del Tribunal Popular de la Alemania Nazi. Un juez que, pese a lo que pueda parecer, representa perfectamente en la cinta su comportamiento real durante los tres años que ejerció tal cargo, período en el que fueron condenados a muerte alrededor de cinco mil personas, entre ellos los miembros de la organización “Rosa blanca” a la que pertenecían entre otros Sophie y Hans Scholl. Sus escenificaciones, en juicios predeterminados en sus condenas, podemos comprobarlo en algunas de las grabaciones que permanecen en la red. Roland Freisler murió mientras se desarrollaba uno de los juicios por el complot contra Hitler (juicios retratados en Operación Valkiria (2008, Bryan Singer), durante un bombardeo aliado sobre Berlín; justo después que uno de los encausados, el Teniente Von Schlabrendorff le dijera, tras que aquel le indicara que le mandaría directamente al infierno, que con mucho gusto le dejaría ir delante (como así sucedió).
 La argumentación de la defensa se revela capital, la búsqueda de pruebas, los planteamientos, la lucha, en su caso, por un jurado equilibrado, y por supuesto, la actitud del acusado. 
Rememoremos la historia real del desafío de Sócrates en Sócrates (1970, Roberto Rossellini), donde tras ser condenado a la pena de muerte se le permite una propuesta que sirva para mitigar la pena y sea votada por el tribunal. A la pena de muerte propone Sócrates no un destierro por ejemplo, propuesta que sin duda habría sido aceptada, sino todo lo contrario, honores y recompensa: ser alimentado en el Pritaneo. La consecuencia de tamaña jactancia y desafío llevará a que de una mayoría ajustada para la primera condena, la de muerte, se pasa a una mayoría abrumadora a favor de esta opción en la balanza planteada. 
Lógicamente la defensa como venimos insistiendo es fundamental, aunque sea sobre el papel como se hace ver en Capitán Conan (1996, Bertrand Tavernier) donde el Comandante solicita a un oficial que no tiene conocimiento alguno de Derecho que ejerza de abogado defensor en el Consejo de Guerra, al entenderlo como una figura innecesaria porque el castigo ya está predeterminado: “-No es que menosprecie la figura del abogado defensor, pero dudo de su utilidad. Una de dos o la falta es patente y se castiga o es incierta y no se puede probar, pero también en este caso se castiga. Si es sospechoso es que lo merece. Si paga por faltas que no ha cometido quizá haya cometido otras por las que no pagó”.
¿Cómo valorar la reacción del Estado, del poder? ¿Cómo diferenciarlo de otras estructuras? ¿Qué es venganza? ¿Qué es justicia?
Se planteó Beccaria tiempo atrás ¿Qué derecho puede atribuirse un Gobierno para despedazar a sus semejantes?, apuntado justo a continuación que “si demostrare que le pena de muerte no es útil, ni es necesaria, habré vencido la causa a favor de la humanidad”.
Reflexiva e inquietante, dentro de su tono tragicómico y surrealista, se muestra El ahorcamiento (1968, Nagisa Oshima) donde el condenado debate la moralidad del acto y la capacidad de “la Nación”, ente al que los participantes en la ejecución –Fiscal, médico, policías, verdugos..- atribuyen la condición de ejecutora, para acabar con su vida. “-No quiero ser ejecutado por una abstracción. ¿Qué es una Nación? ¡Enséñame una¡”. 
Un tema que provoca la reflexión y el debate entre los propios verdugos ante las preguntas del condenado: “-¿Es un error asesinar?” pregunta. El sacerdote responderá “-Sí, es un error”. El añadirá entonces “-Entonces, matarme es un error ¿no es así?”. Irónicamente uno de los verdugos seguirá el argumento “-Primero matamos al asesino y siendo asesinos.. seremos asesinados, etc..”. La respuesta vendrá de otro de ellos: “-No digas esas cosas somos ejecutores legales. Es la Nación la que no te permite vivir”.
Un planteamiento para dar respuesta a la pregunta con la que da comienzo la película. “¿Apoyas o te opones a la abolición de la pena de muerte?”. Y para quien responde afirmativamente, una ulterior cuestión “¿Habéis visto alguna vez una ejecución?”. Una ejecución que desde el Estado se vincula de forma directa a una idea de justicia alejándolo de otras consideraciones, de ahí que cuando tras el ahorcamiento fallido en donde pierde la memoria la ejecución se detiene: “-Tiene que darse cuenta de que su culpabilidad está siendo juzgada justamente. Es el auténtico propósito moral y ético: no se trata de asesinato”..
También lo vemos en Pena de muerte (1995, Tim Robbins) cuando Helen Prejean (Susan Sarandon) formula un sencillo: “-No tiene sentido matar para decir que está mal matar”.
Por el contrario, la aceptación de la pena, aunque fuera injusta, por su vinculación a la permanencia del Estado y sus leyes, lo vemos en  Sócrates (1970, Roberto Rossellini) “-¿Y escapar no sería cometer injusticia? Imagina si al momento de salir de esta prisión vinieran a mi las leyes de Atenas y me interpelaran “¿A dónde vas Sócrates?” Me dirían “¿Acaso quieres destruirnos?” – ¿Sería posible para un Estado sobrevivir si las decisiones que toma quedan sin efecto?”. O en El mercader de Venecia (2004, Michael Radford), aunque aquí la muerte finalmente no se produzca; la sentencia del tribunal presidida por el Dux (“-No hay poder en Venecia capaz de alterar la ley establecida. Constituiría un precedente y siguiendo su ejemplo los errores invadirían el Estado”) sobre la libra de carne reclamada por Shylock (Al Pacino) del cuerpo de Antonio (Jeremy Irons) no será ejecutada. 
La organización política
Pero la organización política puede ser democrática o no.. ¿Aunque, realmente, eso añade algo determinante en la duda planteada?  
La pena de muerte existe en regímenes democráticos, dictatoriales, en momentos de transición, en procesos revolucionarios, etc. Cada uno de ellos buscará su fundamentación. 
Y ello por un amplio abanico de delitos.
En muchas ocasiones por la traición al Estado y sus valores.
Abrumadora filmografía en un período clave en la historia del constitucionalismo, la Revolución Francesa. Entre la amplia batería de películas destacaríamos quizá la excelente Danton (1983, Andrzej Wajda) que nos presenta la condena de Danton y sus partidarios a morir guillotinados por traición a la República en 1794. También recomendable El reinado del terror (1949, Anthony Mann). Como nos relata Michelet en el Terror daba lo mismo treinta, cuarenta, que sesenta cabezas, pues creaban el mismo efecto, “pero el horror llegaba siempre”.
O en el proceso revolucionario inglés, donde es de obligada cita Cromwell (1970, Kenneth Graham Hughes) con la condena a muerte al Rey por alta traición, acusado de ejercer un “poder tiránico, despótico e ilimitado”; una muerte que lo será por decapitación en 1649. 
Tanto en un proceso revolucionario como en otro asistimos a la muerte como “espectáculo”, esa “sombría fiesta punitiva” de la que nos hablará Foucalt. Las cabezas, desgajadas ya del tronco, agarradas sin respeto por los ejecutores para mostrarlas al pueblo: “la cabeza de un traidor..”. Esa teatralidad de las ejecuciones servía asimismo para actuar sobre la sensibilidad del pueblo al que, en cierta medida, se convertía en cómplice del suplicio, y permitía divulgar el mensaje querido, “el tormento público restaura la soberanía ultrajada por el momento, pero, además, su exposición a la vista de todos implica el que se le conceda un valor disuasorio”; un ritual relevante que “había de desplegar su magnificencia en público; nada debía quedar oculto de este triunfo de la ley”.
Mas la cuestión política de la alta traición en ocasiones puede esconder curiosas motivaciones, incluso de “cama”, como la que precede a la condena a muerte de Tomás Moro en 1535 por el divorcio de Enrique VIII de Catalina de Aragón en 1533 para poder casarse con Ana Bolena, que sería ejecutada tres años después –Un hombre para la eternidad (1966, Fred Zynnemann)-. Aunque, lógicamente, una traición que será escondida bajo acusaciones más “puras”: la “voluntaria y maliciosa negativa de privar al Rey su título de Jefe Supremo de la Iglesia de Inglaterra”.. En casos como este, cuando la integridad tiene tal respuesta por parte de la (in)justicia, sólo nos resta decir, ante su silencio condenado, como en Mariana Pineda “-Qué día tan triste en Granada. Que a las piedras hacía llorar.  Al ver que Marianita se muere. En cadalso por no declarar”. 
Pero ¿y en el resto de casos? ¿Realmente hay diferencia? ¿Es justificable la pena de muerte en esos casos?
A la vista del mundo que vivimos quizá debamos juzgar a toda la sociedad, pues como Monsier Verdoux (Charles Chaplin) señaló en su último alegato en el juicio: “-Durante treinta y cinco años utilicé mi honradez; después nadie supo apreciarla. De modo que me vi obligado a montar mi propio negocio; en cuanto a ser un asesino, ¿no s la misma sociedad la que construye las armas con el único propósito de matar?, ¿no se han utilizado estas armas para matar mujeres, incluso a niños inocentes, de una forma en verdad científica? Como asesino de masas, no soy más que un simple aficionado”. O como apuntó en la conversación que mantiene con el periodista antes de la ejecución: “-Yo diría que los más grandes negocios, las guerras, los conflictos, todos son negocios; por un asesinato se es un villano, por miles se es un héroe, los números santifican, amigo mío” –Monsier Verdoux (1947, Charles Chaplin).
El error judicial y la rehabilitación por parte del Estado
En esta reacción, en esta condena, nos queda también el después de la ejecución, cuando, en ocasiones, nuevas pruebas demuestran que el crimen no ha sido cometido por el ejecutado o que al menos el proceso inicial adolece de muchas dudas y difícilmente puede afirmarse que se produjera un juicio justo. 
Aquí el Estado, en ocasiones, procede a una suerte de rehabilitación moral. Recordemos como Michael Dukakis, a la sazón Gobernador de Massachusetts ordenó una investigación sobre el caso en 1977, concluyéndose que no habían recibido un juicio justo e instaurando el “Sacco and Vanzetti Memorial Day”.
Errores en unos casos, fraudes en otros, como este que apuntamos de Sacco y Vanzetti (1971, Giuliano Montaldo) porque, en palabras de Jung Chang, “donde hay voluntad de condenar terminan por aparecer las pruebas”.
En diciembre de 2012 la Audiencia Nacional fijó la indemnización más alta jamás concedida por un error judicial, más de un millón de euros por los casi trece años que Rafael Ricardi pasó en prisión (1996-2008) por una violación que no cometió. Las pruebas de ADN obtenidas años después de aquella condena provocaron su excarcelación. La condena de los verdaderos delincuentes se ha conocido también estos días. Un delito por el que habría sido condenado a muerte en muchos países.
Mención singular merece también el papel de la prensa o los medios de masas. 
El papel de estos medios, en clave poco positiva, es abordado por ejemplo en Un gran reportaje (1931, Lewis Mileston,), Primera Plana (1974, Billy Wilder), Luna nueva (1940, Howard Hawks) o Interferencias (1988, Ted Kotcheff), adaptaciones todas ellas de la obra de teatro The front page (1934) de Ben Hecht y Charles McArthur. Entre todas ellas nos quedaríamos con la tercera de ellas, la dirigida por Billy Wilder, con las magníficas interpretaciones de esa estupenda pareja Jack Lemmon y Walter Matthau. La idea en todo caso subyacente en esta actuación se apunta en el inicio de Luna nueva (1940, Howard Hawks) cuando una voz en off para situarnos en contexto nos habla de esa “época oscura del periodismo” en la que un reportero a la caza de una noticia es capaz de justificar un asesinato.  Este papel también se pone en escena en Llamada a un asesino (1934, Chester Erskire), aunque aquí los medios poco escrupulosos de colarse en la casa del miembro del jurado la noche misma de la ejecución (con una retransmisión radiada en directo) apenas si es objeto de censura por la cámara del director, centrado esencialmente en el dilema moral del miembro del jurado cuyo papel en el juicio resultó decisivo en la condena a muerte. O en Quiero vivir (1958, Robert Wise) donde el periodista dirá sin ningún rubor “cuento con mi inventiva..”.  
Desde otra perspectiva, también lógicamente con el titular en el punto de mira, pero en la búsqueda de la verdad, el posible error o manipulación del juicio y la eventual inocencia del acusado, cabe apuntar Ejecucion inminente (1999, Clint Eastwood) o La vida de David Gale (2003, Alan Parker).
Mención singular precisar los escritores, siempre a la búsqueda de una buena historia, como en Truman Capote (2005, Bennett Miller) o Historia de un crimen (2006, Douglas McGrath) que nos recrean la gestación de la novela In cold blood publicada por Truman Capote en 1966 narrándonos los brutales asesinatos de todos los miembros de una familia en un pequeño pueblo de Kansas. Una historia magníficamente llevada al cine apenas un año después en A Sangre fría (1967, Richard Brooks).

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Para terminar estas breves notas, en una época de absoluta crisis, y no hablamos sólo de economía, sino de política y políticos, recordamos con añoranza personajes como Nicolás Salmerón, efímero Presidente (apenas mes y medio) de nuestra Primera República (1873/1874) que dimitió por sus problemas de conciencia por la condena a la pena capital a un grupo de soldados que, tratando de pasarse a las filas enemigas, fueron finalmente hechos prisioneros; su sepulcro en el cementerio civil de Madrid reza: “Dejó el poder por no firmar una sentencia de muerte”
Como él mismo manifestó 

“La pena de muerte como materia de penalidad no la admitiré nunca, porque es contraria a mi conciencia, porque es contraria a mis principios y a los principios de la democracia”.
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